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Un manual para convertirse en héroe

El escritor Christopher McDougall evoca en un libro el secuestro en Creta del general nazi Heinrich Kreipe por un comando británico que, para llevar a cabo su proeza, se inspiró en los ideales que establecieron los guerreros de la antigüedad como Aquiles y Odiseo.
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El escritor Christopher McDougall evoca en un libro el secuestro en Creta del general nazi Heinrich Kreipe por un comando británico que, para llevar a cabo su proeza, se inspiró en los ideales que establecieron los guerreros de la antigüedad como Aquiles y Odiseo.
«Luchar, hallar, buscar y no rendirse», así glosaba Lord Tennyson en el verso final de su poema «Ulysses» las características del héroe por excelencia de los antiguos. Odiseo, el héroe total, guerrero astuto y superviviente, humanista y viajero, ha marcado para él el ideal heroico de occidente. Los héroes ostentan una categoría y un nivel superior dentro de la humanidad por sus increíbles hazañas, su nacimiento en circunstancias excepcionales y la multitud de señales divinas que marcan su breve pero glorioso paso por la tierra. Son parte de esa vieja raza dorada que admiraba el rey Néstor en la «Ilíada», desencantado por la comparación con los hombres actuales. «Con ellos ninguno de los mortales que ahora viven sobre la tierra podría combatir», dice el anciano rey de Pilos. Los héroes provienen de ese pasado memorable y conforman la materia prima con la que se fabrican las leyendas y los grandes ciclos de la mitología. Sus vidas y hazañas son fugaces y esforzadas, marcadas por el honor, la gloria y la tragedia, pasan por este mundo viviendo rápido, muriendo jóvenes y dejando tras de sí la estela imborrable de sus hechos famosos, que son recordados por todas las generaciones de hombres. Así fueron los guerreros griegos y troyanos, que se regían por un código de honor que les impulsaba a buscar la gloria y la fama imperecedera.
Jóvenes y poderosos
Sobrehumanas eran también sus capacidades: un cuerpo poderoso, como el Ayax de la guerra de Troya; un alma de ricos y nobles matices, como la de Odiseo, una superioridad de espíritu para arrostrar todo tipo de peligros, que ya mencionaba Aristóteles. Pero quizá la mejor definición del héroe clásico se debe a Heráclito: «Los mejores exigen una cosa por encima de todas: gloria imperecedera entre los mortales». La literatura antigua los tiene como protagonistas predilectos de los poemas épicos y las tragedias. Los primeros rememoran sus hazañas en combate, es decir, su momento de gloria –el «kleos»–. Las segundas, representan el sufrimiento de un héroe –el «pathos»– que acarrea su final trágico.
Pero este ideal no es sólo cosa de literatura y mitología, pues ya los griegos eran conscientes de que un par de individuos excepcionales podían cambiar el curso de una batalla y hasta de la historia, como ocurrió con los héroes de las Guerras Médicas: Leónidas, Milcíades o Temístocles. Esta fue una lección interiorizada por los europeos, educados en la tradición clásica, hasta llegar a los conflictos del siglo XX: aunque quizá hoy hemos olvidado en parte lo que significan los héroes (noticias como las del tren francés nos lo recuerdan de tanto en tanto). Uno de estos recordatorios tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial, cuando unos militares británicos secuestraron y mantuvieron en cautiverio a uno de los gobernadores militares alemanes de la isla, el general Heinrich Kreipe. El asunto fue encargado por Churchill al grupo de operaciones especiales (SOE) de los británicos, compuesto por soldados de atractiva personalidad y cultivado trasfondo: y es que tanto la Alemania como la Inglaterra del XIX y principios del XX –Churchill es un ejemplo–, estaban educadas en griego y latín, y los clásicos grecolatinos eran leídos como la literatura por excelencia, especialmente esa «biblia de los héroes» que era, según Emerson, las «Vidas paralelas» de Plutarco. Compartían am-bas culturas europeas la creencia de los antiguos en que la misión de unos individuos excelentes podía ser decisiva en una contienda. Así, se confió a unos militares, liderados por el mayor Patrick Leigh Fermor y el capitán William Stanley Moss, la misión de secuestrar al gobernador militar de Creta, Friedrich-Wilhelm Müller, conocido como «el Carnicero». Sin embargo, el objetivo cambió al más cercano Kreipe, que fue secuestrado por la extraña comitiva de individuos poéticos, intrépidos e irrepetibles, que evoca un vibrante libro de Christopher McDougall en «Nacidos para ser héroes» (Debate).
Recordando este episodio histórico, McDougall nos propone un viaje personal a la vieja isla para seguir las huellas por las montañas y desfiladeros cretenses de este comando de héroes británicos y de la resistencia griega, comparándolos con los modelos de las fuentes clásicas como Ulises, Aquiles o Hércules: y no sólo en su ideario y motivación, sino también en la manera en que hicieron lo que parecía imposible: una hazaña digna de ser cantada por los poetas de antaño. El libro contiene inolvidables lecciones sobre cómo proteger a los demás y tener a la vez la fuerza para salvarse a uno mismo en la línea del heroísmo heracliteo: «Ser lo bastante fuerte como para salvarse uno mismo no es suficiente; tienes que ser mejor, siempre, de lo que lo serías sólo por ti mismo. A los antiguos griegos les encantaba esa contradicción que ligaba las dos cosas, la idea de que sólo eres más fuerte cuando tienes una debilidad por los demás. Veían la salud y la compasión como los dos componentes químicos del poderío de un héroe: irrelevante cada uno por sí mismo, pero inspirador de un terror reverencial cuando se combinaban».
La «santísima trinidad»
No se trata sólo de valor y destreza física, la empatía y la educación son clave y McDougall expone aquí lo que llama «la Santísima Trinidad del héroe», basada en tres conceptos clásicos: «paideia» (educación integral), «arete» (excelencia) y «xenia» (hospitalidad), y en un equilibrio aristotélico: «Habilidad, fuerza y deseo. Mente, cuerpo y alma. Sobrecarga uno de los tres y lograrás desequilibrar los otros dos». En otro momento examina la combinación entre fuerza e inteligencia, y, sobre todo, el ejemplo de los diversos tipos de héroe clásico, el puramente guerrero como Aquiles, el forzudo y resistente Heracles, el astuto Ulises, el más refinado Jasón.... Sin humanismo y compasión –esto es lo más importante–, no hay auténtico heroísmo: merece la pena recordar que el enemigo es también un hermano. Así, en un celebrado pasaje de este secuestro, glosado también por Leigh Fermor, el general Kreipe, nostálgico, recita de memoria unos versos de Horacio al ver la cumbre nevada del Ida, lugar de nacimiento de Zeus: «Vides ut alta stet nive candidum Soracte» («ves cómo se eleva el blanco Soracte entre alta nieve»). Leigh Fermor, que llevaba en la mochila a los clásicos grecolatinos como guía existencial, continuó la oda de memoria hasta el final. Es un momento único de hermanamiento que nos recuerda que hay que respetar a los adversarios –no enemigos– en toda su dignidad, como en la «Ilíada» hacen los héroes griegos y troyanos, Aquiles y Príamo, reconociéndose en su mísera y excelsa condición humana. Sin estas lecciones no se puede ser un héroe.

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