Una mirada que hacía temblar el misterio
Sus mujeres oscilaban entre el amor sublime y la perdición
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Erotismo húmedo fue el rasgo de estilo que definió a Sarita Montiel en la construcción de su mito estelar. Su bellísimo rostro altivo, sus labios carnosos, la lengua que asoma jugosa entre los dientes mientras achina los ojos y la boca invita a pecar. Esa fue su mayor provocación en tiempos de censuras y recortes arbitrarios de diálogos y situaciones no toleradas. Trasladar el erotismo desde las rotundas formas femeninas al rostro, en una época que «sex-bombs» como Marilyn Monroe y Sofía Loren competían con la sexualidad explícita de Brigitte Bardot, que cuestionaba la moral con sus desnudos. En la España de los 50, cuando Sarita Montiel volvió para rodar «El último cuplé» (1957), se iniciaba un cambio que permitió mostrar sus curvas nada recatadas, sus pechos altivos y el insinuante erotismo que rezumaba su majestuosa y elegante forma de moverse y cantar cuplés con una voz profunda y sensual, algo impensable hasta entonces.
La película de Juan de Orduña sólo pretendía hacer un melodrama con las picantes canciones de la Belle Époque, pero Sara Montiel le dio un vuelco al interpretar el personaje de María Luján con una carnalidad y una carga erótica que nada tenía que ver con Lilian de Celis en la rancia y cursi «Aquellos tiempos del cuplé»(1958), de la que era deudora. Lo decía María Luján cuando observaba la forma vulgar de cantar los cuplés: «Yo lo haría de otra manera». Insinuando con ingenuidad y cierta malicia cuanto sugerían aquellas canciones: una forma perversa pero elegante de seducir al espectador sin ofenderle. Hollywood le había enseñado a focalizar su sensualidad en el óvalo de su cara, en la conjunción de sus labios y de sus ojos que se entrecerraban perdidos en un éxtasis que además de promesa era ya el acto de entrega mismo. En el personaje de Juana Montes, en «Dos pasiones y un amor» está condensado el toque hollywoodiense de Sara Montiel. Una belleza exótica. Una carnalidad desbordada y una mirada que hace temblar el misterio.
Su temprana experiencia cinematográfica como actriz exclusiva de Cifesa la había encasillado en papeles secundarios estelares. Había sido Aldara, la amante mora de Felipe el Hermoso y traidora a la reina Juana, la Loca, en «Locura de amor» (1948), y la casquivana Monique en «Pequeñeces»(1950). Era difícil que llegara más lejos como «la otra» de la copla, la que a nada tiene derecho. No era una cantante folclórica con la gracia andaluza de Juanita Reina o la belleza racial de Carmen Sevilla para la «espagnolade».
Debía construirse un personaje y para ello marchó a México, donde fue protagonista de numerosas películas musicales de charros, folletines de mujeres perdidas, desfiguradas por el vitriolo o pecadoras encerradas en la cárcel de mujeres. Alternó con los exiliados republicanos y fue modelando su imagen de arrebatadora belleza hispana hasta que Warner Bros la contrató para interpretar a una mexicana en «Veracruz» (1954), junto a Gary Cooper y Burt Lancaster. Tres años en Hollywood fueron suficientes para definir los rasgos que la convertirían en un mito: el maquillaje –los ojos perfilados en negro con un ribete blanco–, el juego de luces y los ángulos de cámara, que dotarían a su rostro de una nacarada belleza exótica.
Su marido, el director Anthony Mann, que la dirigió en «Dos pasiones y un amor» (1956), ya le advirtió de que nunca obtendría otro estatus que el de estrella étnica en papeles de piel roja, como en «Yuma» (1957), en un blanco y negro que potenciaban su belleza india, y le aconsejó que aceptara el papel de María Luján que le ofrecía Juan de Orduña, aunque fuera una modesta producción que habían rechazado Carmen Sevilla y Concha Piquer doblando su voz. Desilusionada por su interpretación, volvió a Hollywood, pero ante el inesperado éxito taquillero del filme y su triunfo internacional, Sara Montiel regresó a España convertida en un mito popular. Sus siguientes quince películas fueron poco más que variaciones minúsculas del mismo personaje: la mujer perdida. La Montiel, en su obsesiva construcción de un mito singular, acabó encasillada en el papel de la otra, de la mujer fatal que sufre lo indecible a causa del amor. Prosiguiendo la estela mítica de diosas del amor como Greta Garbo, pero humanizando el papel de la tentadora con un erotismo más cotidiano y una perversión doméstica, como marcaba Hollywood en los años 60. Sus pecadoras, siempre al borde del ridículo y la sobreactuación, debían compaginar dos intereses contrapuestos: el amor sublime y la perdición, que en estos melodramas significaba ser una mujer libre e independiente, marcada por un destino fatal.
Instalada en Barcelona para el rodaje de «Tuset Street», en plena «gauche divine», Terenci Moix la bautizó como Saritísima. Desde entonces no hizo otra cosa que autoparodiarse para seguir viviendo el mito que ella misma creó.