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Una vida maldita

Su existencia complicada, tortuosa y desgraciada le hizo buscar refugio en el mundo de la política. Jamás logró deshacerse del sentimiento de culpa tras sobrevivir a las carnicerías de la lucha de clases en Barcelona
larazon

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Su existencia complicada, tortuosa y desgraciada le hizo buscar refugio en el mundo de la política. Jamás logró deshacerse del sentimiento de culpa tras sobrevivir a las carnicerías de la lucha de clases en Barcelona
Si Reino Unido hubiera perdido la II Guerra Mundial, Winston Churchill no sería uno de los personajes más queridos y más carismáticos del siglo XX. De hecho, probablemente los libros y la prensa lo tratarían de borracho, fantasioso e imprudente. Se recordaría el papel que tuvo en la carnicería de Gallipoli y en el caos que vive hoy Oriente Medio. Sería fácil recordar el nombre de ese autor que le escribió una biografía titulada «A study in failure», el mismísimo año en que Hitler invadía Polonia.
Una derrota, igual que una victoria, siempre lo es en muchos frentes. A nivel local, el caso de Lluís Companys permite una reflexión semejante a la de Churchill sobre el mito y la persona. Durante mucho tiempo, su ejecución sirvió para explicar con una sola imagen la política de Franco con Cataluña. La imagen de Companys fue santificada y se sacó a pasear puntualmente en los mítines catalanistas de izquierdas y de derechas. Su vida personal, que tanto ayudaría a matizar su figura y a entender su acción política, quedó enterrada bajo el yeso de la imagen mítica.
Un ejemplo que me gusta citar es el del periodista Claudi Ametlla, contemporáneo de Companys y activista antifranquista. En sus «Memorias», publicadas póstumamente en los años ochenta, suelta que los hechos del 6 de octubre no se pueden entender sin «los antecedentes psicológicos» de la familia de Companys. Sin precisar más, y para sorpresa del lector, el periodista en seguida pasa a contar los hechos políticos del episodio sin dar más explicaciones sobre el asunto. Jesús Pabón, en su biografía de Cambó, hace una vaga referencia al carácter ciclotímico del presidente mártir. Pero, al igual que Ametlla, no va más allá.
La larga dictadura y la ejecución ocultaron con el velo del pudor una vida complicada, tortuosa y desgraciada, que buscó refugio en la política. El caso de Companys no tiene nada de especial. Hay políticos que llegan al poder para liberar su exceso de energía, como Churchill o Napoleón, y otros que aspiran a poder mandar para ser queridos. A Companys hay que ponerlo en este segundo grupo de líderes con tendencia a buscar en las masas la aprobación social y la estabilidad que no encuentran en sus vidas.
Hijo de una familia rica de la comarca del Urgell, Companys tuvo una infancia marcada por un padre distante y triste y una madre aventurera que buscaba en los pantalones de otros hombres lo que no le daba su marido. Cuando fue a estudiar en el Liceo Políglota de Barcelona entabló amistad con Francesc Layret, político precoz que usó muletas toda su vida a causa de una parálisis infantil. Layret, igual que Salvador Seguí, otro amigo de su infancia, murió asesinado por las balas de la patronal.
Sentimiento de culpa
El hecho de sobrevivir a las carnicerías de la lucha de clases en Barcelona, dejó a Companys un sentimiento de culpa que arrastró toda su vida y que ahondó en el sentimiento de soledad provocado por su mala relación con la familia. Su matrimonio con Mercè Micó fue un tormento para el presidente mártir. Micó esperaba un matrimonio convencional y se encontró con un hombre de vida desordenada, mujeriego, que llevaba poco dinero a casa. A veces la familia le tenía que mandar pollos de los corrales de la casa del Urgell para que el matrimonio pudiera acabar de pasar la semana.
En las actas del divorcio consta que su mujer lo insultaba en público, pero el golpe definitivo a la vida privada de Companys fue la esquizofrenia de su hijo, que estalló con la separación y el inicio de su relación con Carme Ballester, el amor de su vida. Enric Ucelay da Cal ha explicado la influencia que el idilio con ella tuvo en el 6 de octubre y en el hecho que el responsable de organizar la revuelta, Miquel Badia, fuera sustituido en el último momento. Parece que la rivalidad por la muchacha llegó a tal punto que, más tarde, el Gobierno de Companys abandonaría a Badia a su suerte cuando la FAI lo buscaba para matarlo.
El episodio que mejor explica la vida de Companyses el de la ejecución. Las cartas que mandó a su familia antes de su muerte están llenas de amor y buenas intenciones. Companys pidió a su hija y a Carme Ballester que se cuidaran mutuamente. Su hija, fruto del primer matrimonio, vivía exiliada en México, donde consiguió una posición segura, casada con otro exiliado. Las misivas de Ballester desde París pidiendo ayuda estremecen el corazón más duro. Ballester escribe a la hija de Companys durante y después de la ocupación nazi. Lo hace en castellano, catalán y no recuerdo si incluso en francés. Nunca recibe respuesta y se va consumiendo sola en el exilio, enloqueciendo de dolor. Antes de su muerte preparó a conciencia un funeral multitudinario, casi de Estado, convencida de que asistiría mucha gente. Casi no se presentó ni el enterrador.