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Unamuno, a Azorín: «La independencia es un medio, no un fin»

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Una exposición de casi 100 cartas del vasco descubre su preocupación por Cataluña y su faceta de polemista.
Unamuno es la contradicción. «Con razón, sin razón y contra ella», dejó escrito. Fue un intelectual que abjuraba del intelectualismo y el racionalismo, un liberal terriblemente castizo, un católico autoflagelante y un filósofo que practicaba la poligamia con la narrativa y la poesía. Fue, en resumen, una personalidad compleja y vasta, muy capaz de mojarle la oreja tanto a un Millán-Astray como a Ortega y Gasset. Fue un polemista en un país poco acostumbrado a estos lances públicos. Y España fue su gran preocupación, obsesión quizá.
Una muestra en la Biblioteca Nacional reúne parte de su amplísima correspondencia, donde se delatan por sí solos sus grandes temas. La articulación del país tras la debacle del 98 trasluce en varias de las misivas y demuestran, una vez más, la actitud polemista de Unamuno respecto, por ejemplo, al tema catalán. En una carta a Azorín fechada el 27 de junio de 1907 en Oporto, escribe: «Aquí, a Portugal, deberían venir los catalanes para estudiar su problema y ver lo que vendrían a ser si sus más íntimos votos se realizaran. La independencia es un medio, no un fin. A ella ha sacrificado este pobre pueblo su alma y hasta su dignidad». Y sigue analizando la situación del país vecino tras dar por cumplidos «sus más íntimos votos»: «Hoy sufre bajo un rey ladrón que lo desprecia». El vasco, por entonces afincado ya en Salamanca, recomienda a su amigo Juan Martínez la lectura de la obra del portugués Oliveira Martins, autor de, entre otros, «Historia de la civilización ibérica». El historiador fue uno de los grandes defensores del panhispanismo, corriente a la que Unamuno se sintió afecto y que desarrolló en obras como «En torno al casticismo» o en «Por tierras de España y Portugal».
Pero el implacable profesor no sólo pone el foco en las aspiraciones rupturistas de Cataluña, sino que, en otra carta del mismo año también a Azorín, lamenta la postura adoptada desde Madrid: «Merecemos perder Cataluña. Esa cochina prensa madrileña está haciendo la misma labor que con Cuba. No se entera. Es la bárbara mentalidad castellana, su cerebro cojonudo (tienen testículos en vez de sesos en la mollera)». Con posterioridad, tendría la oportunidad de defender sus ideas sobre Cataluña en el mismo Congreso de los Diputados. Allí, el 22 de octubre de 1931, habló contra la imposición del catalán frente a la oficialidad del castellano, un tema que, más de 80 años después, sigue latente: «Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías».
Aparte de las jugosas opiniones políticas, la exposición de la Biblioteca Nacional, que acoge cerca de 100 misivas de las más de 40.000 cartas que escribió, permite acotar la personalidad de este hombre excesivo que, al igual que pedía una «españolización de Europa» allí donde Ortega exigía «europeizar España», se veía a sí mismo cada vez más inmerso en su excepcionalidad: «Yo soy yo, como cada quisque, género aparte. Y mi progreso consiste en ‘‘unamunizarme’’ cada vez más». Es 1896. Y el filósofo aún no es ni sombra de lo que llegará a ser: un intelectual siempre en la picota, amado y despreciado al mismo tiempo, polémico hasta la tumba.

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