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Vencidos: Los países para los que la I Guerra Mundial fue eterna

El historiador Robert Gerwarth publica un ensayo esclarecedor y minucioso que revela cómo los conflictos prosiguieron para países como Turquía o Grecia más allá de 1918 y el Tratado de Versalles
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El historiador Robert Gerwarth publica un ensayo esclarecedor y minucioso que revela cómo los conflictos prosiguieron para países como Turquía o Grecia más allá de 1918 y el Tratado de Versalles
Más de cuatro millones de personas murieron durante los cinco años siguientes a la Gran Guerra, en la caótica y aterradora posguerra que se extendió como una pandemia por los imperios vencidos y desintegrados. En Rusia, Turquía, Austria-Hungría y Alemania se multiplicaron los conflictos de toda índole que enfrentaron a alemanes, rusos, polacos, letones, ingleses, franceses, griegos, turcos... Se combatió por decenas de causas en guerras que, como hongos, brotaron por doquier en Europa. «Desde la guerra de los Treinta años del siglo XVII no se había producido una serie de guerras y conflictos interrelacionados tan caótica y mortífera (...) A medida que las guerras civiles se solapaban con las revoluciones, las contrarrevoluciones y los conflictos fronterizos entre estados emergentes (...), la Europa de la “posguerra”, desde 1918 hasta la firma del tratado de Lausana, en 1923, fue el lugar más violento del planeta», afirma Robert Gerwarth en «Los vencidos. Porqué la Primera Guerra Mundial no concluyó del todo, 1917-1923». Gerwarth historiador berlinés, formado en Oxford y profesor en Dublín, trata de llenar el vacío historiográfico que existe para el conjunto europeo en la inmediata posguerra, pese a la proliferación de los conflictos, a la mortandad que produjeron, a las limpiezas étnicas que suscitaron, a los corrimientos fronterizos, a las tragedias humanas que provocaron y al rencor que acumularon, semilla del cataclismo de la II Guerra Mundial.
Mientras se sacralizaba el estudio de la Gran guerra, la proliferación de las confrontaciones posteriores era vista como asunto menor, «las guerra de los Pigmeos», decía Churchill. Pero Gerwarth constata que para rusos, griegos, turcos, balcánicos y árabes sus tragedias de 1918/1923 son más relevantes que sus avatares en la Gran Guerra. Esos conflictos han sido estudiados «como si(...) fueran completamente independientes», mientras que nuestro autor enseña en esta obra, original e innovadora, su interconexión en «el poder movilizador de la derrota» y en el «difícil nacimientos de los estados que sucedieron» a los cuatro grandes imperios europeos desintegrados. Sus fragmentos (Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia...) «eran imperios multinacionales en miniatura». Por ejemplo, Checoslovaquia –fragmento del Imperio Austro-Húngaro– englobaba bohemios y moravos, de origen austriaco y lengua checa; eslovacos, de procedencia húngara y lengua eslovaca; sudetes, étnica y culturalmente alemanes; rutenos, compuestos por una decena de etnias y lenguas... Sus difíciles ensamblajes quedaron acallados en algunos momentos, pero rebrotaron con la Gran Depresión, en 1929, y fueron aprovechados por Hitler para desmontar el puzle, provocando dos de las crisis que condujeron a la Segunda Guerra Mundial.
Imposible abarcar el cúmulo de problemas que la obra aborda con lucidez, pero detengámonos en algunos especialmente relevantes, como las circunstancias en las que se gestó la liquidación del conflicto. El gran escritor y periodista francés, Raymond Cartier lamentaba el resultado de Versalles: «La Primera Guerra Mundial, nacida de errores y equívocos, habría debido tener como conclusión una victoria aliada indiscutible, seguida de una paz de reconciliación. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta saldría una paz ridículamente rigurosa».
En efecto, los militaristas germanos comenzaron a justificar la derrota desde que Berlín solicitara el armisticio. De entonces data una frase que haría fortuna: «La puñalada por la espalda»; según ella, el II Reich no había sido derrotado en los campos de batalla –la prueba militarista mostraba que sus ejércitos se batían en territorio extranjero–, sino en la retaguardia, carcomida por socialdemócratas, comunistas y judíos... La idea complacía a los belicistas y nacionalistas y, sobre todo, al Ejército, que salvaba sus responsabilidades en la guerra y en la derrota.
Los vencedores, que enviaron una delegación de gala a la firma del armisticio de Rethondes (mariscal Foch, comandante supremo aliado, su jefe de estado mayor, general Weygand, el primer lord del Mar, almirante Rosslyn Wemyss, asesorado por un contralmirante y un capitán de navío), compulsaron la falacia militarista prusiana aceptado una delegación de segundo orden y de carácter civil, presidida por el diputado centrista Matthias Erzberger, un representantes del ministerio de Exteriores y dos militares de segundo rango.
No hubo una victoria aplastante ni un clamoroso armisticio, pero de la conferencia de Versalles salió una paz vengativa, unas condiciones humillantes para los vencidos, un diseño fronterizo provocador y la imposición de indemnizaciones (33.000 millones de dólares, con diversos ajustes posteriores) tan imposibles de afrontar en la famélica posguerra que, realmente, Alemania terminó de pagarla en 2010. En Versalles, según el economista de Cambridge John Maynard Keynes, que vivió la conferencia desde dentro como miembro de la delegación británica, se impuso «una paz cartaginesa».
La Conferencia estuvo dominada por el revanchismo del primer ministro francés de Georges Clemenceau, «el Tigre» quien, según Keynes, «creía que ni se puede tener amistad ni negociar con un alemán; solo se le deben dar órdenes» y luchó por etiquetar a Alemania como «única responsable de la guerra» por esquilmarla, humillarla y debilitarla. El primer ministro británico, Lloyd George, aunque proclive a los generosos principios wilsonianos sobre la paz, se decantó por la rapiña colonial y el aniquilamiento económico germano, lo que provocó discrepancias en su delegación. Keynes, opuesto a las brutales sanciones porque «serían desalentados para el capital y el trabajo alemanes causarían una inflación incontrolable y el deseo de revancha», dimitió, regresó a Inglaterra y publicó «Las consecuencias económicas de la paz», un libro profético. Gerwarth, se une aquí al coro de los convencidos de que «Versalles falló en su objetivo por excelencia: la creación de un orden mundial seguro, pacífico y duradero». Una de sus consecuencias fue el Tratado de Sèvres (10 agosto 1920) que ponía fin a la guerra entre los aliados y el Imperio Otomano y constituía su liquidación imperial. Los turcos perdían sus territorios árabes (Irak, Siria, Líbano, Palestina Yemen y zonas de Arabia); el este de Anatolia, en favor de dos nuevas entidades políticas, Armenia y Kurdistán; cedían a Grecia la región de Esmirna, Tracia Oriental (gran parte de la Turquía Europea) y dos islas en el acceso a los Dardanelos; italianos y franceses enseñoreaban el sur de Anatolia... En 1914 dominaba 1.590.000 kilómetros cuadrados y tras Sèvres 453.000. La mutilación fue asumida por el sultán y el Gobierno, pero contra ella se levantaron los nacionalistas, encabezados por el general Mustafá Kemal.
Probablemente, el nefasto destino diseñado en Sèvres para el Imperio Otomano se hubiera cumplido y Kemal jamás hubiera merecido el título de Ataturk, «padre de los turcos», sin el triunfo en Atenas de la «Gran Idea», el sueño de reconstruir Bizancio: contaban con los territorios que les cedía Sèvres por su participación en la Gran Guerra y ampliaba sus ambiciones a Anatolia entera, aprovechando la existencia de un millón de griegos, especialmente numerosos en las costas del Mar Negro y Esmirna. El «premier» británico Lloyd George, frenando las ambiciones italianas en Anatolia, alentó al primer ministro griego Venizelos a tomar Esmirna y realizar la «Gran Idea» y éste, para consolidar su posición política en abierta lucha con el rey, entró al trapo, pese a que militares británicos le advirtieron de que el ejército turco aún existía, y de que, en Grecia, el general Metaxas, que conocía el terreno, le dijo que el avance hacia Ankara sería temerario.
Tropas griegas desembarcaron en Esmirna en mayo de 1919 rodeadas por el entusiasmo de los 200.000 cristianos de la ciudad y desde esa fecha proliferaron los malos tratos, abusos, saqueos, violaciones, incendios y matanzas contra la población turca. Según el historiador Arnold J. Toynbee: «La situación de los turcos en Esmirna se ha vuelto, sin exageración, en un “reino de terror” y se debe suponer que lo que está ocurriendo en el resto del país será proporcionalmente peor». Como reacción, los turcos formaron bandas armadas que sembraron una violencia similar contra los griegos. Esa resistencia fue aglutinada por Mustafá Kemal y aunque hasta 1921 no frenó a los griegos, más numerosos y mejor armados, pero les impuso una agotadora guerra en las estepas anatolias y un avance a velocidad de caracol hacia Ankara.
En ese tiempo cayó Venizelos, volvió el poder real, Grecia estaba agotada (la guerra demandaba el 53% del presupuesto nacional, la dracma fue devaluada un 165%) y los soldados griegos comenzaron a murmurar: «No hemos venido restaurar Bizancio, sino a cavar nuestras tumbas». Mientras, Kemal eliminaba la efímera república de Armenia, rechazaba a los kurdos hacia las montañas, convenció a franceses e italianos de que se fueran y en 1922 atacó a los griegos aniquilando o capturando a la mitad y el 10 de septiembre, entró en Esmirna. Las consecuencias fueron aterradoras para los griegos: según Atenas, 1.104.000 greco/turcos se refugiaron en Grecia, abandonando los hogares a los que se habían aferrado desde la desaparición del Imperio bizantino. Y lo mismo sucedió con unos 400.000 musulmanes que vivían en territorio griego y hubieron de reasentarse en Turquía. La guerra arruinó a Grecia y agotó a Turquía; las víctimas militares griegas se elevaron a unas 85.000 y las civiles de la limpieza étnica se calculan entre 259.000 y 459.000; no existen cifras turcas, pero serían, igualmente, aterradoras. En la conferencia de Lausana (1923) Kemal conservó su zona europea y toda Anatolia. Y es que los aliados estaban hartos de guerra; en Londres se rechazó apoyar a Grecia y Lloyd George hubo de dimitir, cerrando su carrera política. Gerwarth brinda al final un dato tan poco conocido como curioso: Hitler y Mussolini admiraban a Mustafá Kemal «ejemplo de que la voluntad desafiante y la fuerza de la voluntad podía imponerse a la “agresión” de Occidente».
Uno de los atropellos de la posguerra tuvo como víctimas a los árabes que habían pertenecido al Imperio Otomano. Las consecuencias catastróficas se han reiterado durante un siglo y el problema sigue: «Palestina, Transjordania (Jordania), Siria, Líbano, Mesopotamia (Irak), iban a convertirse en protectorados por mandato de la Sociedad de Naciones, administrados por Londres y París hasta que en algún momento futuro se les concediera la libertad de convertirse en Independientes. Sin embargo, aunque la Conferencia de Paz de París prescribía el Estado-nación autodeterminado como la única modalidad legítima de organización, los estados vencedores eran todos imperios de una u otra forma. Eso era cierto no solo en el caso de Gran Bretaña y Francia, cuyos imperios de ultramar crecieron gracias a los protectorados, sino, también, en los de Italia, Grecia y Japón, los aspirantes imperiales del Mediterráneo y Asia».
Ya antes de que se decidiera el destino del Próximo Oriente, Benito Mussolini, futuro «duce» de Italia, hizo un comentario apocalíptico sobre la desintegración de los grandes imperios continentales en su periódico, «Il Popolo de Italia». Según él, ni la caída de Roma, ni el fin del imperio napoleónico tuvieron semejantes proporciones catastróficas: «La tierra entera tiembla (...) En la vieja Europa los hombres desaparecen, los sistemas quiebran, las instituciones se derrumban...».