Pokhara, una puerta al Himalaya
Asomada a un lago tranquilo y perfilada por la cordillera de montañas más alta del mundo. Verde, espiritual y variada, Pokhara ofrece lo que se le pide: adrenalina a los valientes y relax para los menos osados. A cambio, sólo una condición: atreverse a llegar hasta ella.
Doscientos kilómetros separan Katmandú, la capital de Nepal, de la ciudad de Pokhara. Pero para alcanzarla se necesitan siete horas de autobús. Con suerte, quizá sean seis. Sin ella, podrían ser ocho. Pero ningún pasajero lo sabe de antemano. La velocidad del viaje la modulan los vehículos que serpentean en fila por una única carretera de montaña plagada de baches en el asfalto y de acantilados al final de los arcenes.
El viaje es largo, pero muchos llegan a Pokhara para no quedarse. Cada día salen de la ciudad expediciones al Himalaya aptas para todos los públicos que pueden ocupar dos o tres días o extenderse durante varias semanas. El alcance de la aventura dependerá de la forma física que el viajero traiga de casa y de la corte de ayudantes nepalíes que contrate a su llegada. Los famosos sherpas, que cargan con las mochilas, guían a los aventureros y coprotagonizan en silencio las grandes hazañas montañescas. No alcanzaremos desde aquí el Everest, sirva de aviso, pero sí tres de los diez picos más altos del mundo: el Dhaulagiri, el Annapurna I y el Manaslu, todos por encima de los 8.000 metros. Por suerte, no es necesario abonarse al gimnasio para venir a Pokhara.
La ciudad es también un buen lugar donde aparcar las maletas y disfrutar de la abundante vida turística concentrada en el área de Lake Side, a la orilla del lago Phewa, destinada a «la diversión, la música y la comida», proclaman los carteles locales. Y es cierto: en la calle principal no cabe un establecimiento más. De entre todos, los puestos que venden ropa de montaña falsificada son la sensación, y en ellos es fácil dar con prendas de marca internacional que, en la tienda contigua, son iguales pero tienen estampado el logo de la competencia. Conviene ir bien desayunado antes de iniciar la batalla del regateo para mejorar el precio de cualquier compra. La mayoría de restaurantes ofrecen todas las mañanas un café, dos tostadas, dos huevos fritos y un revuelto de patata y verdura por menos de ciento cincuenta rupias nepalíes (alrededor de un euro con treinta). A este paquete básico le siguen otras opciones para montañeros, que incrementan el número de alimentos del desayuno según el esfuerzo que se vaya a realizar durante la mañana.
Una buena opción es subir a la Pagoda de la Paz. No destaca por su belleza arquitectónica, pero sí ofrece la caprichosa posibilidad de divisar la silueta del Himalaya desde su mirador. Por desgracia, son muchos los días en que las nubes bajas borran por completo los picos.
La excursión arranca en el muelle, donde un barquero conducirá a los visitantes al otro lado del lago. Desde allí deberán subir por un camino de montaña empinado que tiene varios puntos de avituallamiento en forma de bar. Los habitantes de Pokhara saben bien cómo cuidar al turista que no osa adentrarse en los picos más altos del mundo.
Ya de vuelta, por qué no abandonar la bulliciosa zona turística para descubrir el ritmo cotidiano de la otra parte de la ciudad, donde las mujeres se pasean con grandes cestas de esparto cargadas a la espalda y los hombres se afanan en diversas tareas a pie de calle.
Clientela particular
En Pokhara también duermen cada noche decenas de peluqueros que atienden a una clientela muy particular: los montañeros intrépidos y barbudos que regresan al asfalto después de semanas en las cumbres. El dueño del salón Octopus Baba corta el pelo por trescientas rupias (poco más de dos euros y medio). Con algo de conversación, quizá ofrezca una rebaja. Cerca, un vendedor de cuadros se queja del precio de los alquileres: «Las rentas cada vez son más altas, esta ciudad está cambiando en los últimos años». Pokhara no es la única que se transforma; el país entero emerge después de una transición política que empezó en 2006. El Nepal de hoy es una pequeña república en evolución bajo la pesada influencia de los colosos chino e indio.
El día de la partida más de doce autobuses se alinearán en la estación de Pokhara. «¿Habéis reservado los billetes con antelación?», podrá preguntar algún local. «Si no, os sentaréis muy atrás y notaréis los baches durante todo el camino».
A la hora convenida, los vehículos emprenderán la marcha y, uno detrás de otro, serpentearán por una carretera ya conocida plagada de socavones y de precipicios a los lados. El trayecto durará muchas horas, pero nadie sabrá predecir cuántas. Ningún viajero que abandona Pokhara lo sabe de antemano.