Editoriales
A los catalanes sí les gusta la UME
La pueril reticencia de algunas autoridades nacionalistas con la actuación de apoyo de las Fuerzas Armadas provoca casos de descoordinación y despilfarro de unos medios que no abundan.
Serían risibles, si no fuera porque tratamos de una calamidad pública que se está ensañando especialmente con las generaciones de nuestros mayores, los esfuerzos de la Generalitat de Cataluña, que preside el inefable Joaquim Torra, para menospreciar la acción del Ejército en el Principado o, lo que es más grave, entorpecer la labor de unos militares que, en muchos aspectos, está resultando esencial en la lucha contra la expansión de la epidemia.
Porque el problema no es sólo la buscada descoordinación entre las autoridades regionales y los mandos que dirigen la operación «Balmis», sino que esa falta de entendimiento, ya decimos que dolosa, resta manos al trabajo común, cuando más necesarias son. El ejemplo de las labores de limpieza y desinfección en las residencias de ancianos, donde, sólo en Cataluña, han fallecido 1.400 mayores y otros 3.000 están infectados por el coronavirus, es sangrante. En no pocas ocasiones, las autoridades han contraprogramado las actuaciones de los militares, suspendiendo las misiones ya solicitadas, e incluidas en el orden del día, de las unidades de la Unidad Militar de Emergencias (UME) con el despilfarro que eso supone.
En otras, son los propios ayuntamientos nacionalistas, señaladamente los de ERC, aunque no sólo, quienes impiden a las residencias solicitar la ayuda de los militares. En otras, por fin, los centros de mayores han tenido que recurrir al Ejército tras comprobar que las labores de desinfección encargadas por la Generalitat a empresas privadas no eran lo exhaustivas y eficaces que demanda la seguridad de sus residentes y cuidadores. Otros ejemplos, como las reticencias pueriles a autorizar el uso de hospitales de apoyo instalados con ayuda del regimiento de Ingenieros, de la UME o de la Guardia Civil, no hacen más que abundar en el absurdo de unos representantes públicos más pendientes de mantener sus presupuestos ideológicos que de librar la batalla contra la pandemia.
No está tan sobrada España de medios materiales y humanos como para que la pequeña política, obsesiva en el caso de los nacionalistas, los distraiga, ni, mucho menos, para perder el tiempo respondiendo a las invectivas y las maledicencias de quienes pretenden presentar a nuestros soldados como fantasmagóricas fuerzas de ocupación.
Sin embargo, en términos generales, la actuación del Ejército en Cataluña está siendo muy bien acogida por la población, consciente de que se trata de unos profesionales de larga experiencias en los que se puede confiar por encima de cualquier otra consideración. Nuestras Fuerzas Armadas, como es notorio, llevan más de tres décadas desempeñando misiones en el extranjero, la mayoría de las cuales han tenido características eminentemente humanitarias. Disponen, pues, de una eficaz organización logística, entrenamiento de las unidades e, incluso, de los medios para hacer frente a las amenazas de la guerra biológica, que tiene en esta pandemia un carácter dramáticamente similar.
Sin una queja, nuestros militares actúan allí donde el poder civil les ordena y llevan a cabo las tareas que las autoridades demandan. Desde su acendrado espíritu de servicio, consustancial al credo de la milicia, no expresarán, estamos completamente seguros de ello, la menor queja ni el menor reproche ante unos comportamientos marcados por el sectarismo, aunque les suponga tener que trabajar más horas y reorganizar el despliegue de las unidades. De ahí que sea doblemente reprobable la actitud de una parte de las autoridades catalanas, no todas, por supuesto, para con unos hombres y mujeres que están poniendo todo su empeño en la misión encomendada y que permanecen completamente ajenos a los partidismos.
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