Editoriales
El problema no está en Rabat, está en Madrid
Cualquier análisis sobre el alcance de la cumbre hispano-marroquí que no tenga en cuenta la declaración política, por la vía de los hechos, de una parte del Gobierno español contra la posición estratégica de Rabat en el contencioso del antiguo Sáhara español peca de cinismo o se convierte en un mero ejercicio de voluntarismo. De ahí, que parezca un contrasentido, una fuga de la realidad, la declaración de la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, despachando con un «no hay que dar interpretación ninguna a las personas que van o no van» cuando minutos antes, en la Televisión pública, su compañera de Gabinete y secretaria general de Unidas Podemos, Ione Belarra, explicaba con claridad meridiana que el desplante a la cumbre de los ministros morados de la coalición se debía al cambio de posición del PSOE con respecto a la cuestión saharaui, al tiempo que se reafirmaba en la exigencia de un referéndum de autodeterminación para la ex provincia española, de acuerdo a los pronunciamientos de Naciones Unidas.
Ante una diferencia de fondo y forma tan clamorosa –insólita entre los gobiernos de nuestro entorno que suelen mantener una misma estrategia de Estado en el campo de la política exterior–, hay que tomar como un gesto de amistad que el monarca marroquí, Mohamed VI, haya mantenido una cordial conferencia telefónica con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a modo de respaldo a la reunión bilateral, pero desde la convicción de que el ejecutivo marroquí habrá tomado nota de la situación y actuará en consecuencia.
Y, por supuesto, no es cuestión de culpar a Rabat, que actúa con una constancia encomiable en defensa de sus intereses, sino de constatar que es en Madrid, en el seno de un Gabinete incapaz de coordinar una posición común ante un asunto tan capital como es el mantenimiento de las relaciones con nuestro vecino del sur, donde se encuentra el problema. En cierto modo, no es algo que tenga que tomar por sorpresa a la opinión pública española, curtida en unos desencuentros entre los socios de coalición que nunca ponen en riesgo la solidez de los distintos sillones ministeriales, pero sí que pueda llevar a la desconfianza a nuestros interlocutores en el exterior.
En este sentido, y pese a la actitud tranquilizadora del ministro José Manuel Albares, parece muy difícil explicar la ausencia en la reunión de la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, cuando los ciudadanos marroquíes representan la principal fuerza de trabajo extranjera en España. Es sólo una muestra de la imbricación de intereses de dos naciones que están condenadas a entenderse por encima de las coyunturas políticas y los cambios de gobierno. Debería ser una evidencia para cualquiera que aspire a gestionar el destino de los españoles, incluso, para nuestra izquierda populista.
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