Familia
Oprimida voy, oprimida vengo
Opinión
No saben ustedes lo que yo sufro. Sufro, en tonalidades negras, todo lo más grises, desde que llegaron a mis manos las demoledoras conclusiones del último informe del Instituto de la Mujer, con el engañosamente inofensivo título de ‘Publicidad y campañas navideñas de juguetes’, y en cuyas 200 páginas de amena y ligera lectura, he descubierto que yo, madre de una niña de once años y un niño que acaba de cumplir ocho, tengo otra línea más que sumar a mi dilatada lista de errores en la crianza.
El informe, por si acaso quedaba en el aire alguna sospecha de que quizá el dinero de nuestros impuestos (55.000 € en este caso) no se está empleando en cuestiones absolutamente primordiales, evalúa, ahora que nos acercamos a estas Navidades tan peculiares y víricas, el impacto de género de la oferta que la industria y la publicidad juguetera tiene para nuestros hijos.
Y, como era de esperar, o quizá no, porque confieso que yo me he quedado una chispilla petrificada, pues a las niñas las tienen hechas unas mindundis en el universo juguetero, y todo ello por un motivo falsamente inocente: el color rosa. Las niñas lo tienen todo en rosa, y, lo que son las cosas, los niños, no. Los niños tienen (cito) “el azul, el verde, el gris y el rojo”. Otro error de percepción por mi parte, que de verdad que hubiera jurado que mis Barbies tenían el pelo rubio, los ojos azules y vestidos plateados.
Es verdad, contrita y cabizbaja lo confieso, que si entras en el cuarto de mi hija encontrarás muchos objetos en color rosa, y gracias doy al cosmos de que he leído el informe ahora y no cuando mi hija tenía, no sé, pongamos siete años, momento en el que entrar en su dormitorio guardaba seria semejanza con introducirte dentro de un nubecita de esas de chuche. En ese caso, deploro, nada podría haberme salvado de la culpa de ser cómplice de la barbarie pues, como afirman estas 200 páginas, el rosa oprime y reprime a las niñas, es decir, que yo, creyéndome una buena madre o al menos una madre no opresora, ahí estaba, contribuyendo a que mi niña se privase de (cito) “la diversidad cromática” que los niños sí disfrutan. Y es que muchos folletos en la consulta del pediatra dando la tabarra con que le demos a los niños menús variados, aire fresco, actividad física y sol, pero nadie nos había advertido de que una sobreexposición de rosa oprime y limita, y que han de gozar de diversidad cromática para desarrollarse plenamente como seres humanos. De verdad me parece lamentable y creo que la Consejería de Salud adolece de falta de visión de género.
Sin embargo, y aun siendo inmenso, el estupor no ha de acabar ahí. No basta con que las niñas solo reciban ofertas de juguetes rosas, no. Para colmo de desvergüenza, estos juguetes suelen estar orientados al cuidado, la crianza de hijos y/o el servicio a los demás, lo cual favorece, a juicio del informe, «la perpetuación de los roles y estereotipos tradicionales que mayoritariamente suponen alguna forma deconstreñimiento y coerción para relacionarse en libertad». Todo eso favorece. Si es que es grave la cosa constreñida y coercionada. Y cara, porque «la tasa rosa», dicen, sube el precio del artículo.
Y claro, a los niños, en cambio, me los tienen todo el día hechos unos aventureros. Lo sé porque yo tengo uno (un niño, digo) y la cosa es así. Mi hijo siempre está salvando al mundo o pasándoselo pipa o arreglando algo, ya sea combatiendo con dragones, en un circuito de carreras o reparando una tostadora con el kit de herramientas, porque es harto conocido que si bien los varones son, de por sí, más agresivos, competitivos y destructores, hay que admitir que si se ponen, también te saben recomponer la lavadora y el horno, mientras que nosotras solo sabemos llenarlas, de colada o de magdalenas y no se nos pasa por la imaginación lo de vestirnos de piratas o de soldados e ir a alguna guerra imaginaria a poner tibio al enemigo. Los niños, desde la infancia, son nuestros proveedores de enfermos para que las mujeres nos pasemos la vida haciendo camas, comidas y vendajes.
Y así se cuece el desastre, inadvertidamente, y un día cualquiera, a mis años, te lees un informe y resulta que has estado equivocada siempre, con lo fácil que habría sido desterrar el rosa del cuarto de mi hija; no tengo muy claro, (son 200 páginas, entiéndanme) si un equilibrio del rosa en el cuarto de ambos habría solucionado el asunto, o bien tendría que haber inundado al niño de cobertores y peluches rosas, o, simplemente, al rosa hay que exterminarlo y punto, la verdad. Yo en realidad me inclino por el sí, y creo que el rosa ha de morir sin resurrección posible por el bien del feminismo, ya que, afirma el Instituto de la mujer, «el rosa oprime» y me parece a mí que ya estamos bastante oprimidas, que cada vez que me leo un informe de estos yo no sé cómo he podido resistir tanta iniquidad. Menos mal que mi hija, más despierta y reaccionaria que yo, sabrá poner medidas y en su casa del mañana hasta las salchichas serán en tonos verdes, sin pretensiones de patriarcado alguno.
Y en fin, que me siento culpable, que el día aquel en que mi hija pidió una cocinita de muebles rosas debiera haberme negado y haberle hablado de las bondades de tener un robot rojo, o azul, o amarillo, con el que combatir un eventual ataque alienígena, pero me pudieron los roles de género y callé cual meretriz. Por eso sufro, en negro, en negro oscuro como el destino de todas esas niñas criadas bajo el imperio sexista del rosa.
Pero que no dude el Instituto de la Mujer, que se ha visto abocado a manifestar enunciados tan impactantes como este de “merece una conclusión propia la problemática del color rosa” que no voy a hacer caso de sus indicaciones. Quede claro que los 55.000 € empleados en abrirnos los ojos no serán desperdiciados en este hogar. No va a quedar ni una brizna de rosa opresor en esta casa.
Y ya mismo, sacrificio supremo, se acabaron las Frankfurt.
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