Historia

Guerras y conflictos

Hitler, todo o nada en las Ardenas: 75 años de la última gran ofensiva nazi en la II Guerra Mundial

Esta madrugada se cumplen 75 años de la última gran ofensiva alemana en la Segunda Guerra mundial. La idea era hacer otro Dunkerque, aunque el plan estuvo cojo desde un principio

Madrugada del 16 de diciembre de 1944, hace 75 años: el quebrado paisaje de Las Ardenas, entre Francia y Bélgica, estaba sepultado bajo un manto de nieve y las ráfagas de viento zarandeaban los copos llenando de rumores la oscuridad y bajando la temperatura a 10º bajo cero. A las 05:30 la monotonía de la madrugada invernal fue despedazada por el bramido de un millar de cañones cuyas granadas barrieron el frente ardenés y arrojaron de sus catres a los soldados del Primer Ejército estadounidense destinados a aquella zona tranquila para que tomaran contacto con la guerra o para que descansaran de la dura campaña. Hitler atacaba.

Protegido por el fuego de su artillería, el coronel Joachim Peiper, «Jochen», avanzó con su agrupación acorazada (124 carros y unos 5.000 hombres), punta de lanza del Sexto Ejército Panzer de Sepp Dietrich, cuya misión era romper el frente, cruzar el Mosa y tomar Amberes irrumpiendo entre los ejércitos norteamericanos Tercero y Primero, aislando a éste y arrinconándolo junto al ejército del mariscal Montgomery contra la costa belga. En suma, Hitler había planificado otro Dunkerque, una bolsa que coparía a 37 divisiones angloamericanas con medio millón de hombres e ingentes cantidades de blindados, cañones y material de todo tipo.

Pero esta operación, de nombre clave «Watch am Rhein» (Guardia del Rin), presentaba un problema: carecía de suficientes medios para abordar con éxito un proyecto tan ambicioso. Contaba con menos de 400.000 hombres de valor desigual (muchos novatos y muchos reservistas muy veteranos), encargados de apoyar la acción de los panzer (esencialmente un millar de los modelos IV, V y VI, con combustible racionado para quince días), apoyados por unos 900 aviones. A esa fuerza se le ordenaba abrir una brecha de unos 80 kilómetros, avanzar rápidamente por un terreno muy accidentado, bajo temperaturas glaciares, cruzar ríos tan importantes como el Mosa, aplastar al Primer Ejército estadounidense y alcanzar Amberes, a 200 kilómetros de distancia...

Golpes despiadados

El 12 de diciembre anterior Hitler había reunido a una treintena de generales en Renania y les martirizó con una charla de cuatro horas sobre el extraordinario proyecto: «Nos corresponde, de inmediato, la tarea de demostrarle al enemigo, asestándole despiadados golpes victoriosos, que todavía no ha ganado nada, que la guerra continuará de un modo ininterrumpido (...) Que, haga lo que haga nunca, nunca, en ningún caso, podrá contar con nuestra rendición. El enemigo tiene que saber que no saldrá victorioso de esta guerra. Si esta idea le resulta clara gracias a la actitud de nuestro pueblo y de nuestras fuerzas armadas y, además, sufre serios reveses en el campo de batalla más tarde o más temprano sus nervios se romperán». Según Hitler, la resistencia conduciría a la victoria, pues las potencias capitalistas romperían su alianza antinatural con los comunistas y renunciarían a la conquista de Alemania ante el enorme coste de sangre y dinero. Pero sería imprescindible conseguir algo más: una victoria abrumadora que aplastara la moral del enemigo y sublimara la propia.

Muchos especialistas aceptan hoy que parte de la apuesta de Hitler era brillante: las fuerzas reunidas para «Watch am Rhein» se hubieran volatilizado ante la primera ofensiva aliada y, sin embargo, aprovechando la momentánea debilidad norteamericana en las Ardenas, cabía la posibilidad de éxito sobre todo si, como creía infundadamente, los soldados norteamericanos eran unos blandos, mandados por incompetentes... Tal idea era puro delirio después de haber retrocedido ante ellos en África, Italia y Francia. Apoyaba sus ideas en el duro invierno que impediría reforzar a las unidades de vanguardia aliada e impediría volar a sus aviones. Por tanto, se precisaba una operación relámpago, que lograra la victoria en dos semanas.

Se necesitaba un milagro, pero eso no disuadía al Führer, que se creía elegido por la Providencia. Aseguraba que la inmensa superioridad soviética en el Este era cosa de sus generales, «unos cobardes que disfrazaban sus reveses exagerando el poder del Ejército Rojo»; suponía, en contra de la realidad política internacional, que la ruptura entre los Aliados estaba al caer y que los angloamericanos carecían de cuajo para encajar un revés; se negaba a aceptar que el III Reich estaba en las últimas: con sus industrias, comunicaciones y ciudades pulverizadas por los bombardeos; trataba de ignorar el inmenso poderío industrial y los ilimitados recursos de EE UU. Imbuido en la creencia de que la «puñalada por la espalda» había ocasionado la derrota alemana en la Gran Guerra, seguía sin aceptar que entonces Alemania había perecido bajo la avalancha de hombres y medios de los aliados y que lo mismo estaba ocurriendo a finales de 1944.

El mariscal Von Rundstedt declaró en Núremberg: «Cuando me hablaron por primera vez de la Ofensiva de Las Ardenas me opuse con todas mis fuerzas. Nuestros medios eran demasiado escasos para lograr objetivos tan ambiciosos. Sugerí sustituirla por un ataque sobre el saliente de Aquisgrán, pero mi plan fue rechazado». De la misma opinión era el mariscal Hans Model que sugería «La pequeña solución»: un ataque en tenaza sobre Aquisgrán, cuyo éxito hubiera puesto fuera de combate un tercio de las fuerzas aliadas... Proyectos realizables aunque importantes, pero Hitler los rechazó irritado: «La intención, la organización y el objetivo, son irrevocables».

Hoy, los más perspicaces estudiosos de Hitler entienden sus motivos: las sugerencias de sus generales quizá hubiesen sido victoriosas, pero no salvarían a la Alemania nazi: la única posibilidad era una victoria apabullante. Todo o nada.

La tormenta artillera de la madrugada del 16 de diciembre amedrentó al Cuartel general de Eisenhower: atacaban los alemanes y estaban desbordando al Primer Ejército gracias a la sorpresa y a la superioridad de fuerzas. Envió siete divisiones a las Ardenas igualando en número a los alemanes, pero mientras llegaban se organizaron varios núcleos de resistencia que retrasaron o impidieron el avance alemán.

En el nudo de comunicaciones de Saint Vith, dos regimientos pararon durante cinco días al ala derecha alemana, la más potente, mandada por Sepp Dietrich; pereció la mayoría, quedando como recuerdo el epitafio de Courtney Hodges, su general: «En vuestra situación, ninguna unidad del mundo hubiera resistido semejante ataque». Lo mismo ocurrió en Bastogne, donde el general MacAuliffe privó a Von Manteuffel, eje del ataque alemán, de ese crucial nudo de comunicaciones: 18.000 norteamericanos paralizaron una semana el avance de 45.000 alemanes hacia el Mosa.

Un furioso führer

El 22 de diciembre, séptimo día de ofensiva, el avance estaba estancado por lo que el jefe de la operación, mariscal Von Rundstedt, solicitó permiso para replegarse al punto de partida a fin de eludir el peligro en que se hallarían cuando la mejoría del tiempo permitiera operar a la aviación estadounidense. Hitler le replicó furioso que tomara Bastogne y siguiera adelante.

El día 24 la agrupación blindada del capitán Schmidt, avanzadilla de Von Manteuffel, se acerca al Mosa, pero carece de combustible y, tras destruir un par de blindados norteamericanos, y con una temperatura de 15º bajo cero, se oculta en un bosque a la espera del grueso de su ejército. Nunca llegó: el grupo de Schmidt alcanzó la máxima penetración alemana, aún a cinco kilómetros. del Mosa, en la región de Dinant.

El día de Navidad el mariscal británico Montgomery se hizo cargo de la jefatura de todos los ejércitos aliados desde Dinant al Canal y se atrincheró tras el Mosa pero no hubo batalla: llegó el buen tiempo y los aviones aliados barrieron a las columnas alemanas en las estrechas carreteras ardenesas y pulverizaron su retaguardia. La operación había terminado sin alcanzar el Mosa, aunque Hitler aún mantuvo la presión sobre Bastogne hasta enero. En su «canto del cisne» la Wehrmacht padeció 83.000 bajas (12.650 muertos) y los aliados 102.500 (31.570 muertos). Alemania perdió 600 carros y 500 aviones, sobre todo entre el 25 y el 31 de diciembre; los aliados, 1.200 blindados y 600 aviones, con la sustancial diferencia de que las pérdidas aliadas se enjugaron en un mes y las alemanas serían definitivas.

Skorzeny tras las líneas aliadas

Entre las acciones complementarias que debían apoyar la ofensiva estuvo la «Operación Grifo» encargada de introducir la confusión tras las líneas aliadas: comandos disfrazados de soldados estadounidenses que cortaran sus líneas telefónicas, cambiaran las direcciones de carretera, difundieran rumores... La planificación se le entregó a Otto Skorzeny, que se había ganado la confianza de Hitler en el rescate de Mussolini y en el secuestro del almirante Horty. Skorzeny me contó en una entrevista hace casi cincuenta años que aquello fue un caos de principio a fin: la denominada «Brigada acorazada 150» no llegó a contar con más de dos mil hombres, de los cuales apenas doscientos hablaban pasablemente inglés. Se les dotó de un pobre equipo norteamericano y ni siquiera todos disponían de uniformes y armas reglamentarios del ejército USA. Cosecharon pequeños éxitos, pero «lo importante –me decía Skorzeny– consistió en la confusión que creamos en su retaguardia y en la psicosis de espías y comandos que sembramos en sus líneas. Su policía militar detuvo a más de 250 de sus soldados y oficiales por tener un apellido alemán, algún tipo de acento, llevar un arma o una prenda alemana... Esa psicosis alcanzó, incluso, París, donde se me buscaba porque intentaba organizar el secuestro de Eisenhower...».