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Teoría del poder
Dicen que el poder es la más peligrosa de todas las drogas, que quien lo prueba muere al soltarlo, y si no, se pasa la vida intentando recuperarlo o llorando por haberlo perdido. Parece el caso de Alfredo Pérez Rubalcaba, animal político donde los haya, hombre brillantísimo, excelso orador y segundón de tantos gobiernos del Partido Socialista.
Llegar a ostentar el poder, aunque sea en forma de espejismo, le debe de haber provocado tal subidón de adrenalina que él, hombre prudente donde los haya, se ha echado los riesgos a la espalda y ha optado por marcharse –o no, pero casi seguro que sí– a la oposición, con alguna medida que recuerde que «Rubalcaba estuvo ahí». Ni faisanes ni líos de partido han conseguido hacer temblar su mano a la hora de firmar la orden de reponer ese impuesto zombi, llamado de Patrimonio, que adormecieron a zapatazos sus propios compañeros de ideología. Su fiel escudera, Elena Salgado, ha sido la encargada de ocuparse del asunto como si creyera en él tanto como quien se lo ordena. Y ambos, de la mano, han asegurado que era un impuesto para ricos.
Esos mismos ricos a los que les cuesta más pasar por el ojo de una aguja que a los camellos, por muy empresarios y trabajadores que sean. Pues nada, que paguen ellos –y tantos otros que no lo son–, que es la mejor manera para castigarlos por crear puestos de trabajo y convencerlos de que no lo vuelvan a hacer. ¿Y todo por un puñado de millones que son una gota en la inmensidad del océano? No: todo por demostrar ese poder, que se aleja ya, señor Rubalcaba.
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