Berlín
Friedkin el demonio en el cuerpo
Basta con leer «Moteros tranquilos, toros salvajes» para saber que William Friedkin está como una cabra. El hombre que abofeteaba a los actores para sacar de ellos un gramo de verdad pisó ayer por primera vez, a los 76 años, la Mostra veneciana, donde concursa con «Killer Joe». No es difícil detectar la irreverente energía del Nuevo Hollywood en este enfermizo «neo-noir»
A pesar de que Friedkin no haya dirigido nada relevante desde «Vivir y morir en Los Angeles», y que su reputación en la última década haya echado raíces en el mundo de la ópera (con unas cuantas puestas en escena firmadas por él), este cuento amoral que demuestra que familia y avaricia son conceptos que, a veces, riman es más divertido y vital que buena parte de sus competidoras. Casualidades de la programación festivalera: si «Killer Joe» cuenta las devastadoras consecuencias de un contracto fáustico entre un asesino a sueldo y un camello de poca monta, «Faust» vuelve a los orígenes del mito de Goethe en lo que puede considerarse el cuarto y último capítulo de la Tetralogía del Poder orquestada por el ruso Alexander Sokurov.
Historia de amor retorcida
«No puedo decir de qué trata "Killer Joe"», confesó un risueño Friedkin a una Prensa entregada. «Creo que sus personajes son representativos de la naturaleza humana. Supongo que es una historia de amor retorcida, protagonizada por una Cenicienta que, en vez de un Príncipe Azul, se encuentra con un asesino a sueldo». El asesino en cuestión es un policía (Matthew McConaughey) que, en sus ratos de ocio, mata por 25.000 dólares la víctima. Lo contrata Chris (Emile Hirsch), que quiere deshacerse de su madre para cobrar el seguro de vida y saldar sus deudas con una panda de mafiosos. Joe exige cobrar por adelantado, y como Chris no tiene donde caerse muerto, pone como prebenda a su hermana, una virgen que se comporta como una Blancanieves con el síndrome de Lolita.
Después de «Bug», ésta es la segunda adaptación que Friedkin hace de una obra de teatro de Tracy Letts, con el que admitió compartir un sentido del humor de lo más oscuro. «La película no es divertida en el sentido en que lo es una de Totó, o de Roberto Benigni o de los hermanos Marx», explicó. «Lo es como lo son los discursos de los políticos americanos. A mí me dan risa».
Letts invocó al nombre de Jim Thompson en la rueda de prensa, y es cierto que el nihilismo del autor de «1280 almas» impregna el tono de «Killer Joe». También su frontalidad, su valentía brusca e implacable: un desnudo integral de Gina Gershon, la más incómoda y bizarra secuencia de sexo oral –con un muslo de pollo en el papel protagonista, jamás vista en una pantalla–, y un brutal estallido de violencia en su tramo final, convierten al filme de Friedkin en el más agresivo visto en la Mostra.
Tras amenazar con cantar «Volare» en directo, y leer un fragmento de «Fellini, ocho y medio» para definir «Killer Joe», un Friedkin de muy buen humor citó a sus directores favoritos: «Fellini, Antonioni, Resnais, Ford... Siempre vuelvo a ellos». ¿Y actuales? «Admiro las persecuciones que orquesta Paul Greengrass en sus películas de Bourne. Paul Thomas Anderson. Los Coen... ¡A quien no le gusten, que se vaya al infierno», gritó bromeando. Y añadió: «Si digo Darren Aronofsky, ¿parecerá que estoy pidiendo su voto?». Es improbable que esta perversa obra de cámara, travestida de autoconsciente ejercicio de género, se gane el favor del jurado, pero de buen seguro habrá aligerado sus cansadas retinas en esta ardua recta final de la Mostra, sobre todo después de la proyección del «Fausto» de Sokurov. En 2005, el año en que presentó en Berlín «The Sun», el tercer capítulo de su tetralogía sobre las figuras de poder, Sokurov anunció el proyecto de «Fausto». El cineasta ruso rechazó la idea inicial de rodar en Italia «porque aquí hay demasiada belleza». Filmada finalmente en Islandia, la película es deliberadamente sórdida, porque habla «de la facilidad del individuo por perderse en la oscuridad y su necesidad de afrontar lo horrible que nos rodea».
Sórdida y densa: el paseo por el amor y la muerte del doctor Fausto y el Diablo se desarrolla a la par que recitan un tupido tapiz de diálogos, cuyas capas de sentido a menudo toman caminos divergentes. La imagen lavada en ocres verdosos y amarillentos de la fotografía de Bruno Delbonnel hace pensar en que la copia en celuloide de la película ha dormido más de un siglo bajo tierra. El resultado es puro barroco: la deformidad de las almas que pueblan el mito de Goethe contamina las texturas de un filme tan fascinante como difícil de digerir.
La sombra de Fausto
Primero fue Hitler en «Moloch», luego Lenin en «Taurus», más tarde el emperador Hirohito en «The Sun». ¿Por qué Fausto, un personaje literario después de tres personajes reales? Una forma, quizá, de demostrar que la literatura puede ser tan grande como la vida, o de admitir que la sombra de Fausto sobrevuela toda la filmografía de Sokurov. En una de sus películas más desconocidas, «La solitaria voz del hombre», el cineasta ruso cita un fragmento de «Doctor Fausto», la novela de Thomas Mann, que parece definir a la perfección sus intenciones como artista: «El arte es espíritu, y el espíritu no necesita comprometerse con la sociedad o la comunidad. No debe hacerlo, en mi opinión, para honrar a su libertad y a su nobleza. El arte para el pueblo es miserable». El arte del ruso Sokurov es arte que sólo se compromete consigo mismo, y no con las expectativas del público.
Una figura de cera
Lo más sorprendente de esta película, más fácil de respetar y admirar que de disfrutar, es el modo en que Sokurov consigue que la odisea de Fausto y el Diablo se desarrolle en un solo movimiento. Siendo un filme de montaje, da la impresión de que existe en un solo respiro, en un solo plano secuencia, como si fuera una repetición entrecortada y jadeante de la hazaña de «El arca rusa». Fausto, dice Sokurov, es como una figura de cera en el museo de la historia, ese lugar conquistado por una legión de hombres sin alma en busca de una brizna de poder, o de una breve historia de amor. El amor llega, y Sokurov lo manifiesta con un bello y largo primer plano de Marguerite, el objeto de deseo de Fausto. Es un inserto desconcertante, una ráfaga de éxtasis, un oasis en un universo mezquino y siniestro, ese universo que confirma el aforismo de Goethe: «Las personas infelices son peligrosas». Ni siquiera los protagonistas del «Killer Joe» de Friedkin se atreverían a negar esta verdad como un templo.
Muy alejado de la estela del maestro del terror y fuera de competición, ayer se presentó, en la sección Venice Days, el documental «Cuba en la era de Obama», en el que, en dos partes de dos horas cada una, el periodista italiano Gianni Minà glosa las bondades del régimen de Fidel Castro, sus logros en los sectores de la sanidad y la educación y la mejora en las relaciones con Washington desde que Obama está en el poder. La política internacional apenas interesa a Minà, que se dedica a entrevistar a todos los cubanos –incluyendo a la coreógrafa Alicia Alonso y el ministro de cultura, Abel Prieto– que aman a Castro más que a su madre. El documental resulta curioso como ejemplo extremo del poder del formato como instrumento de propaganda. Y, desde luego, que esa propaganda llegue de un país como Italia aún resulta bastante más sorprendente.
Un «Fumetto» infumable
Aún reciente la debacle protagonizada por «Quando la notte», de Cristina Comencini, llegó «L'ultimo terrestre», de Gianni «Gipi» Pacinotti, premiado dibujante de cómics que firma con ésta su ópera prima. Sostiene que no hay mejor forma de contar la realidad que cambiándola. ¿Por qué, entonces, no imaginar el modo en que una invasión alienígena va a afectar nuestras vidas? No se equivoquen: esto no es un «fumetto» de serie Z, los extraterrestres son un telón de fondo para poner de relieve la soledad del hombre contemporáneo. La Prensa italiana aplaudió la falsa excentricidad de este infumable bodrio. Y los demás, la condenamos en silencio.
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