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Furia de seda (I)

La Razón
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Alguien me dijo en una ocasión que un hombre verdaderamente elegante ha de conservar a lo largo de toda su vida los modales, las mentiras y los acreedores. Grandes hombres económicamente venidos a menos consiguen envejecer acosados por las deudas pero en el fondo rodeados del aprecio general. Los británicos no han sido los árbitros de la moda, pero han contribuido decisivamente a propagar la idea de una elegancia colonial en la que se combinaban sabiamente el porte militar y el baile de salón. Los aristócratas victorianos recrearon lejos de la metrópoli un estilo cortés y al mismo tiempo deportivo gracias a haber sabido alternar los modales del té y los golpes del cricket. Así como los franceses tenían estilo, los ingleses demostraban empaque, una cualidad que a ellos les ha servido siempre para convertir en corpulencia la obesidad y en diplomacia las mentiras. Cuando los británicos se retiraron de su vasto orbe colonial en Asia y en África, lo hicieron extremando las precauciones estéticas, de modo que fuese evidente que una herida de guerra no resultaba más grave que una arruga en el chaqué para asistir al «cocktail» en el palacio del gobernador. Por admirable que parezca la viveza de las intervenciones parlamentarias en la Inglaterra victoriana, lo cierto es que los británicos siempre preparaban metódicamente sus improvisaciones, igual que con paciencia podían convertir cualquier vicio en una sana costumbre o en una legendaria tradición. Puede que en el porte asimétrico y algo desastrado de Sir Winston Churchill se hubiese degradado la prestancia de la era victoriana, pero no cabe duda de que el legendario premier británico jamás decía un improperio que no pareciese la parte más sustanciosa del mejor discurso. A mí Sir Winston Churchill siempre me pareció un tipo admirable, aunque he de reconocer que por su arrolladora envergadura no resultaba demasiado inglés o no lo era tanto como aquellos otros tipos del Foreing Office que cuando cogían un catarro apagaban la luz para ponerse los supositorios con los guantes de esgrima. Ya no hay ingleses como aquéllos. Cuando la Inglaterra victoriana se vio obligada a arriar su bandera y replegarse, lo hizo con elegante resignación, con pulcritud y con modales. Que un general de su Graciosa Majestad regrese vencido a casa es para el pueblo británico más soportable que si regresa enfermo. Aquel tipo del que os hablé al principio me dijo que la audacia de un hombre se aprecia cuando avanza hacia la victoria y que la elegancia sólo en algún hombre es evidente cuando retrocede vencido.