Londres
Quién es este hombre
Es una élite privilegiada de trabajadores que ha puesto en jaque a la sociedad española. Son los controladores aéreos, los más odiados. Pero, ¿cómo viven?
No tengo nada que esconder, mi nombre es José Ángel Cruz y trabajo en el centro de control de aproximación de Torrejón de Ardoz». Así se identifica este controlador aéreo. Una excepción dentro del colectivo: «No puedo hablar, y saluda al CNI de mi parte, nos tienen los teléfonos pinchados», «habla con el portavoz del sindicato, no podemos decir nada sin su consentimiento», «esta situación acaba conmigo, no quiero salir ni con otro nombre». Estas son las frases más escuchadas al otro lado del teléfono.
Desde que el pasado puente de la Constitución cerca del 90 por ciento de controladores abandoran su puesto de trabajo y se acabara cerrando el espacio aéreo, parece que estuvieran escondidos detrás de sus portavoces y su etiqueta de «controlador». O lo que, actualmente, es sinónimo de más de 600.000 personas en tierra. O de posibles 400 millones de pérdidas al país. El miedo a salir a escena se acrecienta en su papel de trapecistas de la libertad: la caída supondría ocho años de cárcel, según pedirá la fiscalía.
«No es momento de conceder entrevistas», señala Maite Merino, jefa de comunicación del sindicato. El silencio se palpó también en los juzgados a finales de semana, acogidos a su derecho a no declarar, pidieron que la jurisdicción fuera militar, dado el estado de alarma que decretó el Gobierno.
«Piensan que nos dan igual»
¿Cómo es este sector, que tiene a un 85,7 por ciento de la población española en jaque deseando su despido? ¿Quién se encuentra detrás del término controlador aéreo? «Estamos en el limbo de lo jurídico, por eso no quieren hablar», afirma José Ángel (Salamanca, 1963). «Cambiar la imagen que hoy se tiene de nosotros es una utopía. Dependemos de la que quiera transmitir el Gobierno». El controlador, con 20 años en la profesión, asegura que de no ser por su familia se hubiera retirado hace mucho tiempo. «Mi mujer insiste en que luche, en que defienda mis derechos». A José se le acelera su voz pausada y concentrada cuando habla de su trabajo: «Es muy divertido y gratificante. Cada día es un reto, ver que eres capaz de ajustar tantos aviones a la vez, y que formas parte de un equipo que consigue que millones de personas lleguen a su lugar de destino». Paradójico. «Ése es el problema. Que cuando sucede algo así la gente piensa que nos da igual», asegura este controlador. «Lo que no saben es que en esta profesión si te das de baja tienes que recuperarla. Y si tienes reducción de jornada, también. Estamos acostumbrados a concentrarnos teniendo un hijo enfermo en casa, pero con todo el mundo en tu contra es difícil. Tienes que estar relajado y no despegar el ojo de la pantalla. Me acuerdo una vez que dos aviones volaban cerca. Uno se giró hacia un lado sin consultármelo, al dar con una nube cumulonimbus. Evité el choque, pero pude estar mirando otro punto en la pantalla». De 28 pulgadas. En una hora puede atender unos 45 aviones.
Precisamente el estrés y las excesivas horas de trabajo llevaron a Carlos (nombre figurado) a abandonar, a finales de los 80, su puesto durante diez años, después de 20 coordinando aviones en Control Madrid (Torrejón de Ardoz). Natural de Pollensa, roza la jubilación a sus 62 años de edad. «Los medios antes no eran los de ahora, todo iba a pedal, por decirlo de alguna manera». Abraza su rodilla, pierna cruzada sobre otra, y toma distancia al hablar.
«Pide lo que quieras, por favor». Su bigote espeso, pero con finuras de Dalí, le confiere un tono simpático. Sentados en el Hotel Velázquez, de Madrid, cerca de su casa, se interrumpe para atender la conversación de un grupo a nuestro lado. José María Carrascal y compañía, en plena tertulia «anti Aena». «Si no fuera porque estamos en una entrevista me acercaría a discutir lo que están diciendo», se indigna. Tras unos segundos, mueve la cucharilla del café y sonríe. Vuelve a la conversación. «Trabajaba desde que salía el sol hasta que se ponía. En aquella época no había descansos establecidos, te tumbabas un rato entre avión y avión.
Claro que podríamos llevar nueve al día, como mucho, pero no tenías una pantalla radar como la de ahora. Llegaba a casa destrozado, me volví huraño, sólo quería ver la tele, escuchar música y desconectar». Montar una empresa y dedicarse a sus negocios reorganizó su convivencia familiar. «Tengo tres hijos, podía estar con ellos. Siempre suspendía por incomparecencia». En un viaje de Dallas a Chicago, viendo las nubes por la ventanilla, decidió volver. «No me gusta viajar tanto, dejé de ser piloto por eso. ¿Tú sabes cuando el Papa bajaba del avión y besaba el suelo? Pues yo igual».
José Ángel tampoco es viajero, si no es una excusa para estar con su familia. Ninguno de los dos fue controlador por vocación. El primero, tras pasar diez años en el ejército, entró en la profesión por recomendación de un piloto. Carlos quería ser fotógrafo. De paredes callejeras y paisajes, con «aire nostálgico». Pero su padre le exigía un sueldo fijo. «Ser fotógrafo es una profesión poco válida para una persona tan establecida como él, un general del Ejército del Aire.
Tampoco tenían pretensiones de superar a Onassys. «Yo, en el 65, ganaba 8.500 pesetas», cuenta Carlos. «Llevo haciendo aproximación toda la vida, y desde hace un año estoy en control de área. Gano unos 6.000 euros mensuales, la cuarta parte de lo que ingresaba antes haciendo ampliación de jornada. El ambiente era muy diferente al de ahora, los controladores eran camareros, gente que trabajaba en hostelería… Los únicos que sabían inglés. Se hacía el curso de piloto comercial y entraban. Era una profesión que, por no ser mal vista, era desconocida, y la gente tenía un nivel cultural muy bajo, ahora tienen una carrera, formación, educación…».
Carlos atiende de nuevo la conversación de la tertulia radiofónica. «El lío que se ha montado, pero ¿qué te vas a esperar de un país donde lo que interesa son las proporciones de pecho que se ha puesto la novia de un portero de fútbol? ¿Que se pudo haber hecho mejor? Desde luego. Pero llevan pinchándonos con las 1.670 horas de trabajo y otra serie de cosas, como que te des de baja y no te lo paguen. Yo me voy a comer y me lo quitan del sueldo». Carlos ultima el café con ahínco. «Pero estar mirando a toro pasado es absurdo. Mejor intentar arreglar las cosas».
Una profesión «sin futuro»
Para José Ángel no hay esperanza. «Esta profesión no tiene futuro. Estoy estudiando economía y matemáticas y quiero irme a Londres como profesor». A pesar de perder su sueldo. A día de hoy se embolsa anualmente entre 170.000 y 250.000 euros, dependiendo de que haga o no ampliación de jornada. «Porque soy de los más viejos y estoy en la dependencia que más se gana, pero el que está en la torre de San Sebastián y es más joven cobra 2.500 euros mensuales».
Sobre que si hay gente que apenas llega a los 800 euros y no convoca huelgas, sale rápido: «Los sueldos están justificados según los acuerdos que se alcancen. Todo es muy relativo, hay científicos entregados a la investigación y ganan muy poco, pero no luchan por sus derechos porque su forma de ser es otra. Esto es así, y quien no lo entienda está perdido. Los jugadores de fútbol cobran una millonada y de ellos no depende la vida de la gente», opina.
El controlador se considera una persona de gustos sencillos. Acostumbra a leer novela histórica y jugar a videojuegos. «Los de matar bichos». Antes vivía en Tres Cantos, pero se ha mudado recientemente con su familia a un piso en la carretera de Colmenar. Cada diez años cambia el coche porque «se gasta». Ahora tiene un Volvo V-40. «Yo invierto mucho dinero en los colegios de mis tres hijos. Otros, se lo gastarán en cuadros».
En la céntrica casa de Carlos hay entre treinta y cuarenta cuadros, según sus cálculos. Se define como «un loco de la pintura» y le gusta desde Monet hasta Kandinsky. Aficionado a coleccionar cosas, siempre y cuando tengan utilidad. Como los libros antiguos. Y cámaras. «Tengo una Canon, una Nikon, Leica… También antiguas que nadie conoce. Mira, ésta sólo se puede hacer con un camarón». Es la fotografía, guardada en su móvil, de un revólver en blanco y negro; parece que se puede palpar el contorno. «Los coches no me motivan, ni los aviones… No me gusta la tecnología en movimiento. Aunque no descarto comprarme un avión de estos ultraligero».
Cuando se jubile, su pretensión será vivir entre Madrid y el norte. «Andalucía no me interesa para nada. Yo eso de llenar la maleta de cosas y poner por ahí la barriga al sol me destroza los nervios». José Ángel lo ve diferente. «Me quiero ir de aquí para no tener que ver cómo hace unos meses, comiendo con unos amigos de mi hermano, a uno se le enrojecieron los ojos de odio cuando dije que era controlador aéreo. Antes estaba orgulloso de mi profesión, ahora simplemente quiero estar tranquilo».
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