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Eslabón perdido

La Razón
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Llegaron aquella mañana con algo de antelación, pero les dio igual. La mayoría de los asientos habían sido ocupados por personas de aspecto desagradable, incluso de higiene dudosa, que comían, bebían e incluso realizaban gestos obscenos. Lograron abrirse paso con dificultad y sentarse en unos lugares que casi parecían reservados para ellos. Intentaron concentrarse en la finalidad del acto al que iban a asistir, pero no fue tarea fácil. La gente que los rodeaba parecía empeñada en proferir comentarios insultantes y en escupir burlas. Eran mayoría y dejaban que se notara. Al cabo de unos instantes apareció el protagonista del acto. Se produjo el silencio, pero apenas duró un instante. Mientras los recién llegados intentaban centrarse en sus palabras, los que habían tomado con anterioridad el recinto se empeñaron en convertirlas en ininteligibles. Comían patatas fritas como si el ruido les complaciera; soltaban consignas hostiles y se las coreaban con risas complacidas; alguno hasta se acordó de la madre del sujeto solitario que intentaba no equivocarse en la pronunciación de sus palabras. El episodio duró no más de veinte minutos. Fueron veinte minutos rezumantes de odio, de resentimiento, de fanatismo, de intolerancia. Fueron veinte minutos en el interior de la capilla católica de una facultad de la universidad de Barcelona. Fueron veinte minutos irrepetibles porque los sectarios que habían convertido en causa sagrada su cierre lo han conseguido con el apoyo inestimable de las autoridades académicas. Meses antes había sucedido lo mismo en otra facultad, en este caso, madrileña, aunque no tengo noticia de que, previamente, los que querían asistir a misa se vieran sometidos a ultrajes semejantes. No soy católico, pero el cierre de esa capilla universitaria me ha dolido de la misma manera que si se hubiera procedido a la clausura de una iglesia evangélica o, para el caso, de una sinagoga judía. Una vez más, un grupo de fanáticos incapaces de respetar las creencias del prójimo no se han quedado tranquilos hasta que se han burlado de ellas, las han pisoteado y, finalmente, han erradicado a los que las abrigaban en lo más profundo de su corazón. Seguramente se creerán que representan el progreso. Se equivocan por partida doble. Primero, porque en las mejores universidades del mundo es habitual contar con lugares de culto para cualquiera que desee adorar a Dios según le dicta su conciencia. Segundo, porque, en realidad, esos intolerantes antirreligiosos son un eslabón en la cadena de las peores manifestaciones de la España negra, la misma que celebró con corridas de toros la expulsión de los judíos, que veía con placer arder a los protestantes en los autos de fe, que prendió fuego a las iglesias católicas en 1931 o que ametralló en masa en Paracuellos a cinco mil inocentes de los que no menos de la quinta parte eran menores de edad. Hace años creí que semejantes primates habían desaparecido de la piel de toro. Me equivoqué trágicamente. Siguen entre la gente civilizada dispuestos a golpear a un adversario político, a romper la luna del que no se suma a una huelga o a instar a la delación contra los que no se doblegan ante su totalitarismo. No sólo eso. Constituyen el mejor argumento en favor de esa teoría decimonónica que emparenta al ser humano con simios como el gorila o el orangután, animales, por regla general, menos peligrosos que ellos.