Historia

San Sebastián

El último superviviente del «Crucero Baleares»

Imagen del «Crucero Baleares»
Imagen del «Crucero Baleares»larazon

Una semana antes de que falleciera todavía recordaba lo sucedido aquella noche y, con las fuerzas que aún le quedaban, se persignaba y hacía que buceaba al revivir el envite de las olas, las llamas del casco y el combustible caliente que flotaba sobre el agua. Juan Bautista Romero tenía 20 años y era sargento primero cuando el buque en el que viajaba encajaba en el casco unas detonaciones que presagiaban el peor de los desenlaces.

Durante estos años, él formaba parte de la memoria viva de ese acontecimiento. Conservaba una lista de los compañeros y los amigos con los que compartió aquella experiencia que marcó sus existencias. Pero ya no queda ninguno. Él era el último superviviente que quedaba del crucero Baleares, uno de los orgullos de la flota nacional durante la contienda de 1936.

Pero Juan Bautista Romero, de 93 años, fallecía, y con él, un testigo excepcional de esa batalla. «Siempre dijo que había sido un fallo del comandante, que distinguió unas luces a lo lejos y lanzó unas bengalas para identificarlas que, sin embargo, sirvieron para delatar su posición al enemigo», comenta Martín de la Cámara Romero, uno de sus nietos.

En un relato sucinto, en un libro que escribió para que su memoria no cayera jamás en el olvido, en la descripción telegráfica y fría que los profesionales de la historia suelen hacer del pasado, Bautista Romero escribió, de manera detallista y breve, lo que aconteció ese día. «Impactaron siete torpedos que partieron el barco en dos, sobre unos 60 metros desde la proa», comenta. Era medianoche de la madrugada de 5 al 6 de marzo de 1938. «Yo había entrado de guardia en las ametralladoras. Éstas estaban situadas detrás de la chimenea de un puesto alto. Aquí era donde íbamos a poner un avión, pero no lo teníamos. También había una cámara de torpedos, pero sin torpedos», anota Bautista Romero

El «Baleares» era un crucero tipo «Washignton», con 196 metros de eslora, 19,5 de manga, un calado de 6,5 metros y una velocidad máxima de 33 nudos. Poseía una autonomía de 8.000 millas y una dotación de 1.163 hombres que aumentaba a 1.255 en tiempos de guerra. Estaba armado con una artillería de 8 cañones de 203 milímetros distribuidos en cuatro torres dobles, 8 cañones antiaéreos de 120 milímetros y 12 tubos lanzatorpedos de 533 milímetros en cuatro montajes triples. Representaba, junto al «Canarias», la supremacía naval del bando nacional durante la Guerra Civil española.

Pero ese día nadie podía presagiar el desenlace que esperaba a este navío de la armada. «Nos alcanzó un cañonazo en el puesto de mando, con lo que desaparecieron casi la totalidad de los oficiales del barco; entre ellos se encontraba un buen amigo mío, Andrés Gamboa, comandante, capitán de corbeta e ingeniero naval».

Martín de la Cámara cuenta cómo su abuelo vivía esa situación años después de haber ocurrido. «Lo contaba continuamente. Hablaba del hundimiento. Desde entonces no pudo bucear. Se sentía incapaz de sumergir la cabeza debajo del agua. Aquella experiencia le marcó profundamente», asegura. La descripción que Bautista Romero refleja es suficiente para comprender sus impresiones. «A consecuencia de la metralla caída del segundo cañonazo que impactó en el barco, fui herido en la frente. Tenía las piernas quemadas y me caía del puesto de ametralladoras, que estaba situado a una buena altura. Y me caí sobre heridos y muestros. Allí empezó el miedo, la desesperación, aunque había otros peor que yo. Me dediqué a salvar heridos de entre los hierros y las llamas. No nos podíamos mover. Eran muchos los muertos y los heridos. Las hogueras y explosiones eran de espanto».

Martín de la Cámara conoció las secuelas que el combate dejó en la fisionomía de su abuelo. En una de las manos le faltaba una falange, por ejemplo. Por no hablar de ese relato que, continuamente, se empeñaba en que conocieran sus familiares y que delata la impresión psicológica que le causó. De hecho, el mismo Bautista terminó redactando ese capítulo excepcional de su biografía. Al texto le dio un nombre: «Memorias de un marino de Bamio».

Un librito escrito para la familia. Para que todos, incluidos sus bisnietos, conocieran los hechos en los que había participado. «Lo pañoles de proyectiles –asegura en ese relato– explotaban con frecuencia por estar adiendo todo el barco. El petróleo corría por todos los sitios ardiendo. Era bruto, no estaba refinado, por lo que en el agua no arde. Si ardiera, no se habría salvado nadie, porque había muchísimo, alrededor de 30 o 40 centímetros, quizás más».

Una larga agonía
El balance de esa jornada es elocuente. Habla por sí misma. Caídos, 787 hombres; supervivientes, 436; hospitalizados, 21; con permiso en ese instante, 11. La suma total, 1.255 tripulantes. Bautista Romero prosigue con sus propias vivencias. «Los gritos no cesaban. Las explosiones tampoco. El barco, de vez en cuando, metía agua en los compartimentos estancos, con lo cual se ahogaban los compañeros que tenían allí su puesto de combate (...). Los hierros estaban tan enrojecidos y retorcidos, y los hombres estaba cojidos entre ellos. Era mucho el horror, el miedo y la desesperación. A bordo vi a muchos compañeros y amigos que luego no sobrevivieron, entre ellos mi vecino, que me dijo que tenía un brazo roto. Un vasco de San Sebastián que estaba sin piernas y lo sentamos en el asiento de un cañón averiado nos decía que lo dejásemos y atendiéramos a otros que lo necesitaran más que él, que lo dejáramos hundirse con su barco. Y nos decía: "Quién pudiera tener las piernas para ayudar a los demás"».

Para escapar a la muerte, algunos echaron al agua toda clase de objetos a los que pudieran después aferrarse para no morir ahogados. Maderos, bancos, mesas del comedor («éstas, más que salvar, han matado a muchos que se encontraban en el agua»). Otros, sin embargo, procedieron de una manera más sensata e intentaron arrojar al agua un bote salvavidas con capacidad suficiente para unas veinte o treinta personas. La operación fracasó, el bote se estrelló contra el oleaje con varios en su interior. Después de muchos intentos, lograron echar una barca pequeña con espacio para dos personas. «Sólo se salvó una», anota Bautista Romero. Al final, también se consiguieron preparar otras dos balsas en las que se salvaron un puñado de marineros. «Las esperanzas eran pocas, el frío era mucho, los gritos no cesaban y las explosiones seguían».

Martín de la Cámara todavía es capaz de repetir las palabras que le mencionaba su abuelo cuando se refería a esos instantes. «Saltó desde la borda. Dio varias vueltas en el aire y cayó al mar. Se hizo daño en una de las piernas y el costado. Decía que junto a él iba un amigo, pero del agua sólo salió él. El barco, por lo visto, ya se había escorado y a él le costaba nadar bastante. A su alrededor, insistía que el petróleo estaba ardiendo».

Al rescate acudieron varios barcos ingleses. Ellos se encargaron de recoger a los supervivientes que quedaban del hundimiento. Llegaron cuatro horas después de las primeras detonaciones. Uno se quedó a bastante distancia, otro se arrimó para sacar a los que se encontraban en el mar, y el último se acercó al «Baleares» para ayudar a los hombres que todavía había allí. Para evitar que el crucero español los arrastrase al fondo del mar, los ingleses se alejaron. La sensación dejó una honda huella en Bautista Romero: «Las hélices se quedaron en el aire, el barco dio totalmente la vuelta. La única posibilidad de salvarse era saltar al mar».

Comenzó así su segunda odisea: «La gente en el agua, desesperada, se cogía entre sí, y gritaban de miedo, ahogándose por grupos. Me retiré de ellos por temor a que me agarrarán a mí también». Bautista Romero tuvo que nadar hasta el casco del buque inglés más próximo, desafiando la fuerza de las olas y la corriente, que tenía en contra. «Me dirigí a un destructor que se llamaba "Kemperphelt". El otro era el "Boreas". Aunque en el mar había botes salvavidas que ellos habían echado, estaba más cerca el destructor que los botes».

La agonía para subir a la borda y salvarse fue el siguiente paso. «Intenté gatear por unas cuerdas gruesas que habían colgado por la borda para que nos cogiéramos a ellas, pero estaba casi sin fuerzas y las cuerdas llenas de petróleo, lo que hacía imposible subir y me resbalé cinco veces». Juan Bautista Romero tomó entonces una elección: «Pensé irme al otro lado del barco, pero no tenía fuerzas para rodearlo, por lo que decidí bucear y pasar por debajo hasa el otro costado. Al otro lado nadé hasta encontrar algo para subir y encontré una escala de gato». Cuando terminó de trepar por ahí, cuenta, encontró una mano que le cogió y le aupó dentro con la siguiente expresión, con unas palabras que ya nunca olvidaría: «¡Hala coño! Ti xa estas». Era un superviviente gallego.
 

Cañones de madera para disimular
Aquel barco todavía no estaba terminado. Se lanzó al mar por las premuras que imponía la nueva situación bélica. «Fue botado al mar de una manera precipitada, pues se necesitaba de él para sus servicios de guerra. El barco no estaba acabado, le faltaban cañones que se le sustituyeron por unos de madera para disimular y que el enemigo no se diera cuenta. También estaba diseñado en un principio para llevar un hidroavión y en su lugar acoplaron unas ametralladoras». La embarcación se diseñó para diferentes misiones, como vigilar las actividades contrabandistas, proteger a las tropas, reconocimiento y bombardear posiciones enemigas, incluidas carreteras. Juan Bautista Romero libró más de una batalla en el «Crucero Baleares». La primera discurrió en aguas de Sagunto. «Nos atacaron treinta aparatos de aviación». Fue el bautismo de fuego: «Al inicio del combate le cayó una bomba al crucero "Almirante Cervera", causando muchas bajas». El enfrentamiento dejó otro regalo en la cubierta: «Otra bomba le cayó en la chimenea, quedando soldado el proyectil en los tubos de las calderas y que no estalló; de ser así sería la destrucción del buque». En la imagen, el destructor «Lepanto», cuyos torpedos hundieron el «Baleares».