Boston
Integrismo
Catedrático de la UNED
Las brujas de los cuentos llevan siempre unos sombreros negros ridículos y capas negras, y van montadas en el palo de la escoba. Sin embargo, las brujas de verdad visten ropa normal y tienen un aspecto muy parecido al de la gente corriente. Una bruja de verdad odia a quienes no piensan como ella, por lo que se pasa todo el tiempo tramando planes para deshacerse de sus adversarios, «los niños», a quienes ella considera «enemigos». La «Gran bruja» no es una mujer sino el mal (Cfr. Dahl, Roald, 2008). La «Gran bruja» es, entre otras cosas, integrista. El integrismo tiene en su campo de relación semántica términos positivos como son las nociones de integración, de cohesión, el desarrollo de una cultura corporativa, etc. Sin embargo, «integrismo» significa también una actitud intelectual y psicológica, que mantienen ciertos sectores ideológicos, religiosos o políticos que proclaman o defienden la intangibilidad de su doctrina. Afirman la bondad de su propuesta, cosa que sería natural y lógica si no fuese porque pretenden imponerla a los demás. Los que no piensan como ellos son considerados, como le ocurre a las brujas, no sólo como «adversarios» sino como «enemigos». Su acción viene «apoyada» por la coacción psicológica, y algunas veces incluso por la violencia física. Lo que supone en la práctica el avasallamiento de la conciencia de los «otros».
Alguna forma de integrismo puede disfrazarse incluso de tolerante y demócrata, pero en realidad trata de salvar a los demás a la fuerza, esto es, sin respeto a la libertad personal y su dignidad. El integrista posee la creencia, sea ideológica, científica, religiosa o política, de que, si es necesario para alcanzar la meta de su obra «redentora», el fin pueda justificar los medios, incluso llegando a la agresión física. El integrismo es inicialmente, pues, intransigente, falto de diálogo y de ejercicio democrático verdadero.
El integrista excluye, no dialoga con los «casos perdidos», y ataca a quien no comparte su análisis social. Se erige en posesión de la verdad e ignora muchas cosas. Desconoce incluso un principio ético natural: «No hagas a los demás lo que no quisieras que hiciesen contigo». Existen, como en el caso de las brujas, diversas formas de integrismo. La mayoría de ellas desconocen la tendencia al dominio y el deseo que todos los hombres y mujeres tienen por su propia naturaleza. Sus fórmulas hacen buena la sentencia de Marx Twain: «Nada necesita tanto una reforma como las costumbres ajenas». Suele hablarse, en primer lugar, del integrismo religioso como aquel movimiento que desencadenaron los primeros colonizadores en Boston y Nueva Inglaterra al llegar a Estados Unidos, a partir de 1620; lo que en ocasiones se olvida es que emigraron de naciones donde se les perseguía por sus creencias religiosas. En España, se cita como integrismo al movimiento ideológico del siglo XIX que propugnaba la aplicación inflexible de la doctrina desde la ley; reacción pendular contra el laicismo radical que campeaba sin respeto a la conciencia de los adversarios. Habrá que decir que la confesión de un credo de forma coherente, la unidad de vida, no es integrismo; lo serían la actitud y el comportamiento violentos para imponerlo. En integrismo político, en segundo lugar, considera sus propuestas como absolutas, olvidando que, salvo los principios, en política la mayoría de las decisiones que se toman son opinables. La posición inicial, que es laudable, es búsqueda de la justicia social, del bien común, pero puede desencadenar una actitud emocional, cuya propuesta de solución es aberrante: la persecución de quienes no comparten sus ideas. Así, el integrismo político no reconoce el derecho a la objeción de conciencia.
El integrismo gnoseológico, en tercer lugar, considera que todos aquellos que no comparten su posición de relativismo cognitivo son intolerantes. Por la boca muere el pez, ya que la única verdad es la que se nos propone desde esta posición inmanente: el relativismo. De tal manera que Aristóteles y la gente corriente, por admitir valores fundamentales, estarían necesitados –según sus supuestos– de un campamento donde ser reeducados. El integrismo científico, por otra parte, conlleva la creencia o superstición en los resultados científicos. La ciencia, qué duda cabe, aporta soluciones muy valiosas para la vida humana y social cuando se emplea bien. Pero la ciencia, por propia definición, sólo se ocupa de aquello que puede ser sujeto de control, de contraste y de réplica. La ciencia, por coherencia con dicho proceso, no tiene qué decir acerca de la libertad, la fraternidad, o la igualdad, cuando éstas son definidas de forma esencial. Las libertades sociales están definidas en las leyes, lo que es necesario pero no es suficiente, ya que algunas leyes hacen la vida difícil, incluso van contra ella misma; y en diversos nichos o grupos culturales, se ningunea al ser humano, especialmente a las mujeres. Algunas conclusiones: la lucha contra las brujas del integrismo, debe comenzar por la autocrítica. Comprender que mantener principios no es signo de integrismo sino de ética personal, que debe ser el punto de partida. El integrismo, en cualquiera de sus formas, no trata de convencer sino de vencer, por lo que es un peligro social. Hay que estar advertidos de que el integrismo para justificar sus desmanes, busca siempre chivos expiatorios. La crítica integrista, aunque a veces tenga apariencia de verdad, no puede ser positiva, porque la propuesta está dictada desde la imposición que la deslegitima. No es lícito responder a la violencia con la violencia, pero sí con la fortaleza social y personal necesaria. El integrista debe vomitar el odio negro que lleva en el alma para dejar espacio al amor que libera verdaderamente y que abre las puertas para alcanzar una vida lograda personal y socialmente, es decir, alegre y en paz. En suma, urge rehabilitar el diálogo entre ciencia, razón y fe.
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