Marbella
Caso Malaya: El juicio más folclórico
Isabel Pantoja miró las docenas de rosas encarnadas que llenaban la suite, enviadas por el alcalde de Marbella, y sintió que le saltaban los pulsos. Su mirada, aún empañada por el encuentro, se resistía a perder el embrujo lascivo de sus clisos negros, preñados de un deseo voraz. Aquél alcalde zumbón le había hecho sentirse mujer con tal intensidad que su cuerpo orondo, de sudados rizos prietos y pantalones asobacados, se desdibujaba frente al deseo imperioso de ser suya.
Luego, durante el trayecto hasta el Consistorio, notó cómo la protegía frente al pueblo llano y se dejó llevar como un juguete en sus resueltas manos.
Saludaba al pueblo marbellí, entre empujones y requiebros, cuando su mujer le dijo al oído: «¡Cachuli, que nos aplastan!». Pero hicieron caso omiso. Él le abrazaba el talle, con reciedumbre. Ella fluía entre la masa vociferante, apenas sostenida por el fulgor de sus ojos encendidos que le anunciaban como neones el instante en que la poseería. Porque él ya era suyo desde que llegó a Marbella y la escaneó sin premura y le dijo: «Gitana».
Ahora, cuando todo es pasado y su vida anda enredada en un lío judicial e inmobiliario, se resiste a recordar aquellos días de pasión altanera, envidia nacional y corrupción en Marbella, porque sabe que nadie, por poderoso que sea, puede controlarlo todo, quedarse con todo y salirse con la suya.
Los ladrones van a la oficina
No es una novedad que hasta hace no mucho, Marbella era Dodge, ciudad sin ley. Nació como enclave privilegiado para turistas de lujo realizado por el príncipe Alfonso de Hohenlohe hasta el asalto del constructor Jesús Gil y Gil, en 1991, que allí culminaba una carrera espectacular hacia el abismo, la cárcel y el infarto. En los ochenta, Marbella ya anunciaba su irremediable declive con la llegada del millonario saudí Kashogui, famoso por el tráfico de armas y su fastuoso yate, el Nabila. El rapto de Melodie, la hija de Kimera y el financiero Nackichan. Y los veraneos de Isabel Presley y Miguel Boyer, cuyo triunfo mediático se había iniciado con las lentejas de Mona Jiménez y concluido con el puñetazo de Ruíz Mateos: «¡Yo te pego, leche!».
Desde que el GIL se hizo con su alcaldía, Marbella pasó a ser la metáfora de la España del pelotazo urbanístico y el glamour caspa de los primeros reality show, a lo Esteso y Pajares. Esa España cutre que pasaba del atraco a las tres del socialismo de Puerto Hurraco al sistemático desfalco de los ladrones van a la oficina de Puerto Banús.
Todo comenzó por casualidad, cuando el juez de la «Operación Ballena Blanca» escuchó una conversación sobre corrupción urbanística en la Costa del Sol y lo desglosó en el «Caso Malaya». Detrás de aquellas escuchas se encontraba un megagordito llamado Gil y Gil.
El inventor del palabro «ostentóreo» se convirtió en la estrella mediática de «Las noches de tal y tal», emitido el verano del año 91 en Tele 5, donde filosofaba en un yacuzi burbujeante, mostraba su neumática humanidad al desnudo, rodeado de Mama Chichos en bikini, como un narcotraficante, con el micro enganchado al cadenón de oro.
La Prensa lo venía persiguiendo desde sus comienzos delictivos. Había sido juzgado y encarcelado por homicidio de 56 personas al derrumbarse un comedor de una urbanización de la que era propietario, y luego amnistiado. Al cumplirse ocho años de auge mediático como alcalde de Marbella, el juez Torres lo acusó de malversación de caudales y falsedad en documento público. Y en 2002 fue inhabilitado durante 28 años y condenado a seis meses de arresto por prevaricación por el «Caso Camisetas»: el desvío de 450 millones de pesetas de la alcaldía al Atlético de Madrid.
Tras su muerte, las peleas intestinas aceleraron la hecatombe, llevándose por delante la alcaldía entera y lanzando al estrellato televisivo al Gotha friqui del latrocinio institucionalizado. Iniciado con la aparición de Isabel Pantoja, que embrujó al alcalde y precipitó su ruina con la exhibición pública de sus amoríos y el abandono de su mujer, echada en el abandono, entre bolsas de basura repletas de billetes mugrientos. Con indolencia, Mayte contaba los euros y ligaba los fajos con una gomita. Y miraba la tele y maldecía su hora: la del rencor. Y los celos de verlo besarse en el Rocío con la Pantoja la empujó a llamar a «Salsa Rosa».
Se puso sus mejores galas y unas gafas de Chanel y allá fue, dispuesta a hundir a su ex con el relato de la fortuna que hizo su infortunio, y convertirse en una estrella mediática. En directo. A pelo. Desnudando su alma como antaño sus pechos en el filme «Instantánea de una corrupción», asaz premonitorio.
El frío de la venganza
Fue el pistoletazo de salida. Las falanges del periodismo rosa se abalanzaron como jueces instructores dispuestas a convertir en una lucrativa industria aquellos friquis políticos que parecían avatares de las ministras zapateras posando para el Vogue del Súper.
«Cachuli» se subía los pantalones hasta la cintura escapular cada vez que le acosaban, rojo de ira, y los insultaba al ver a su ex mujer irrumpir en los televisores contando sus intimidades pecuniarias y alborotando al juez con su venganza. A su lado, «La gitana», sabia en trajines, le sosegaba: «Dientes, dientes, que es lo que les jode».
Mientras tanto, concejales y asesores sacaban las facas y se liaban a navajazos por el poder que había gozado Jesús Gil en vida; envidiosos de la que comenzaba a disfrutar Julián Muñoz, del brazo de la tonadillera. Pues una vez entra el dinero a espuertas y la corrupción es una rutina de blanqueo y delitos urbanísticos, ¿qué le queda a un político malversador si no es la exhibición de su triunfo social disfrazado de exquisito mal gusto?
¡Le queda triunfar en la televisión! ¿Para qué si no compraron sus cónyuges lujosos sastres estampados de Dolce & Gabbana, que más que vestidas parecían tapizadas, y los corruptos salían de sus Armanis sin dejar de lucir un pecho lobo ahogado con cadenas de lujo caro? Para conjugar las tres C del cambio socialista: cambio de coche, de casa y de cónyuge, y ponerse a dieta de adelgazamiento forzoso en la cárcel de Alhaurín.
Porque, en un lapso cortísimo de tiempo, que ni tiempo daba de reponerse de cada infarto noticioso con descargas de desfibrilador, comenzaron a ingresar en la cárcel el consistorio entero.
El primero, Juan Antonio Roca, un hortera de bolera, asesor del área de Urbanismo durante el Gobierno de Gil, cuya mansión, estilo Mogambo, repleta de rifles, colmillos de marfil, fieras disecadas, helipuerto y un Miró en el cuarto de baño, era un monumento a la prevaricación y el cohecho.
Le siguió su testaferro, Montserrat Corulla, encargada de blanquear el dinero robado. Famosa por el debate político entre Gallardón y Sebastián.
Tras la moción de censura contra Julián Muñoz, juró el cargo de alcaldesa Marisol Yagüe y la teniente de alcalde Isabel García Marcos, «Lady Botox». Y ni tiempo tuvieron de disfrutar de la canonjía sobrevenida porque la justicia envió a la cárcel al alcalde y dos años después las enchiqueró a ellas. Y comenzó a especularse que la Pantoja acabaría pasando por el calabozo. Como así fue.
El lunes, al iniciarse el juicio, este espejo de amor y lujo, y dinero y poder tocará a su fin. Porque el caso está ya juzgado y sentenciado de antemano por la opinión pública, al juzgarse paralelamente en las televisiones, convirtiendo a los imputados en estrellas mediáticas de un negocio tan espectacular como lucrativo y zafio.
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