Presentación
Lana Worcester (y VI) por José Luis Alvite
Hay personas que se retraen de la espontaneidad en la cama porque temen que en el paroxismo del placer sexual se les desate la lengua y pueda resentirse su reputación. Personalmente no me importa reconocer que mis confesiones en la cama no fueron por lo general las más inteligentes, pero resultaron ser casi siempre las más sinceras. Un simple instante de placer puede arrancarle a un hombre más confesiones que el insoportable dolor de una docena de latigazos. El tipo rico del que hablaba al principio era de la misma opinión. Sabía que los vaivenes de la Bolsa suponían para su fortuna un riesgo menor que el de sucumbir a la inquietante tentación que representaban las mujeres. Sin duda habría preferido tener un candado colgando entre las piernas. En mi caso nunca he querido contenerme y no lo habría hecho tampoco en el caso de que Lana Worcester hiciese caso omiso de la moral genealógica de tantas generaciones de pudor y renunciase a su entereza. Por desgracia, no pudo ser. Por lo que supe luego, Miss Worcester se casó con un tipo pulcro y hervido que eclipsaba con su fragancia francesa el olor de las orquídeas al entrar en la floristería. En vez de unirse motivados por los encantadores equívocos del amor, lo hicieron con fría determinación administrativa y evidentes fines catastrales, para unir dos propiedades colindantes en las que pudiesen liberar su galope tendido aquellos caballos de los Worcester por cuyas crines se descolgaba a veces como jarabe el flujo gomoso y bastardo de las yeguas. Una madrugada le conté la historia a una fulana con la que había hecho amistad en un burdel y me dijo ella: «Sé cómo es esa gente. Consideran una flaqueza la tentación y un pecado el placer. Necesitan los genitales secos para no resalar al trote y caerse del caballo».
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