Estreno teatral

Señales de humo

La Razón
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Detesto hablar por teléfono. No creo que la comunicación humana sea del todo posible: el lenguaje es una hermosa prueba de ello, el resultado de la frustración del ser humano al intentar comunicarse con sus congéneres, casi siempre con escaso éxito. Si a esa incapacidad congénita le añadimos un teléfono, el lío está servido. Pero me veía obligada a tener dos teléfonos. Uno inmóvil, de línea fija, para poder disponer de Adsl, y otro móvil. Cuando suscribimos un contrato de alta de línea telefónica, con la euforia de que nos regalan un móvil patatero, apenas nos damos cuenta de que estamos firmando una especie de contrato matrimonial de por vida con un pelmazo que no nos dejará divorciarnos fácilmente. No, al menos, sin antes humillarnos, avasallarnos, mortificarnos, amenazarnos y tratar de arruinarnos.

Decido que me sobran teléfonos (y es raro que las facturas sean tan abultadas: no llamo a nadie, no me gusta; me limito a recibir llamadas). Resuelvo dar de baja uno de ellos. Llamo a la compañía. Responde un aparato con una amable grabación: «Por favor, explique brevemente el motivo de su llamada». Contesto con voz dulce: «Quisiera saber si llevaba razón Leibniz cuando aseguró que el ‘calculemus' iba a sustituir definitivamente al ‘disputemus' y si las metamatemáticas tienen conciencia de sus propios límites». Suspiro, impaciente. La máquina dice: «No hemos entendido su problema. Por favor, repítalo». Musito, ilusionada: «¿De verdad iba Epiménides a bajar a los infiernos para siempre…?». La máquina guarda un silencio breve y tenso. «Le pasamos con un operador». Si yo hubiese dicho «quiero dar de baja este número», todavía estaría esperando a que me pasaran con un operador «humano», pero Epiménides nunca falla. Una hora después, cuando la operadora, de acento latinoamericano, consigue aceptar el traumático hecho de que quiero dar de baja la línea, casi se pone a llorar. Me siento una desalmada y trato de justificarme: «¡Es que no lo necesito!», (pucheros al otro lado de la línea), «me voy a vivir a Australia...» (más pucheros junto con rebajas, ofertas, saldos…). Dos meses después, aún no he conseguido dar de baja el número. Cansada, doy orden al banco de no pagar los recibos. Craso error, pues mi compañía aprovecha el impago para ingresar –de forma artera e ilícita– mis datos personales en los Ficheros de Solvencia Patrimonial, de modo que si un día pidiera un crédito me lo negarían por «morosa». Pasa el tiempo, se suceden los operadores humanos (ahora con acento español y tono de no estar para bromas). Conversaciones tensas. Me reprochan que firmara un contrato que decía «hasta que la muerte nos separe». Temo que estén dispuestos a matarme para hacer cumplir la letra pequeña. Finalmente, consulto con un abogado. Me aconseja rescindir el contrato por burofax, pagar las cuotas pendientes, denunciar a la compañía a la Agencia de Protección de Datos y, para la próxima, asegurarme de contratar la «no permanencia» de la línea. «Tranquilo», le respondo, «no habrá próxima vez. Prefiero las señales de humo».