Alfonso Merlos
Qué esperaban
Justicia y no venganza. Justicia pero no impunidad. Por bochornoso que fuese en términos generales el recibimiento de la clase política al teatrero y ficticio anuncio del final de ETA, era más que presumible una reacción aplastante de cautela a pie de calle. Y ese escepticismo extremo, esa incredulidad manifiesta, es lo que convalidan los números del CIS.
Una sociedad castigada por medio siglo de actividad terrorista, sacudida por los cuatro costados por el estruendo de las bombas y machacada año tras año con muertos y heridos, muy timorata tendría que ser, muy cobarde, para dar por bueno el compromiso canalla de unos asesinos que hicieron lo que hicieron para que Amaiur haga ahora lo que tiene que hacer.
¡¿Qué esperaban?! ¿Alguien en su sano juicio entendía que los españoles iban a pedir medidas de gracia para unos matarifes convictos y confesos? ¿Alguien con dos dedos de frente confiaba en que los españoles iban a pedirle a su Gobierno y al de Francia que se moviesen con urgencia a una mesa a negociar el alivio de los criminales que siguen presumiendo de tener las manos manchadas de sangre?
No es necesario recurrir a los principios más básicos de la filosofía o de la ética política. Es un hecho que la simple existencia de una organización criminal, al margen de sus niveles de actividad, constituye una presencia amenazante para la democracia. Más allá de la insensatez palmaria y las taras morales de nacionalistas y socialistas, hay ciudadanos sin carné de partido que así lo entienden. Como comprenden que sólo una ETA desarmada, desmantelada y encarcelada abrirá un irrenunciable camino de memoria, dignidad y justicia.
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