Bruselas

Encuentro doctrinal

La Razón
La RazónLa Razón

Ahora que nos preparamos para el viaje de Benedicto XVI, en el fondo el filósofo Ratzinger, es bueno recordar algunas importantes coincidencias. En julio de 1810, en un pequeño pueblo de las afueras de Roma, Carpineto, nacía un niño, Vicente Pecci, destinado a ser Papa. Pocos meses más tarde, el 28 de agosto del mismo año, venía al mundo en Vich Jaime Balmes. Ante nosotros se alza muchas veces el error de considerarlos como pertenecientes a dos generaciones muy distanciadas, porque Balmes murió al cumplir los 38 años, sin tener noticia del Manifiesto Comunista de Marx, mientras que León XIII rebasaría la edad de 91 años, enfrentándose con lo que ya era un proyecto para la modificación radical de la sociedad, en una línea materialista que iba a hundir a Europa en terribles eventos. Sería también muy oportuno recordar aquí que en 1846, en Bruselas, Pecci y Balmes tuvieron la oportunidad de entrevistarse cambiando impresiones sobre lo que a uno y otro preocupaba hondamente: el destino inexorable a que iba conducida la sociedad.

Probablemente acertaríamos si pusiéramos más atención en lo que estos dos grandes pensadores católicos enseñaron, buscando soluciones adecuadas para un tiempo que está dominado por una gran depresión. Balmes insistía en que el gran daño procedía de las ideologías que proponen la sustitución de un organigrama de ideas, revisables y en posible debate, por un sistema salvífico cerrado. Por eso tomaron para sí el sufijo ismo, que antes asumiera la fe cristiana, para indicar que se trata de una verdad absoluta. En las ideologías decimonónicas se rechaza cualquier tipo de solución que se aparte de ellas: tradicionalismo, liberalismo, idealismo, nacionalismo o socialismo comparten esta opinión. No hay soluciones fuera de sus enseñanzas que deben sustituir a la razón y también al orden moral. León XIII hizo un descubrimiento muy importante en medio de las «cosas nuevas» que se estaban produciendo: el capitalismo se estaba tornando salvaje.

He ahí pues la primera y acaso la más importante de las enseñanza de estos dos ilustres pensadores, que escribían con una distancia superior al medio siglo. El ser humano debe ser reconocido como persona y no como simple individuo: la persona se trasciende en amor hacia cuanto le rodea, incluyendo en primer lugar a los otros seres humanos. Esto es lo que, recientemente, el Papa Benedicto XVI ha tratado de explicar. Pues bien las ideologías han llegado a la conclusión opuesta: se trata de simples individuos que deben someterse a la voluntad del grupo social de que forman parte, especialmente a la voluntad del partido, al que sus sentimientos le adhieren. Se habla hoy, por ejemplo, del derecho de huelga calificándola de una forma de ejercer su libertad, pero los organizadores no tienen inconveniente en utilizar todos los medios para impedir a quienes desean cumplir con trabajo ejecutarlo. De esta forma en su famosa encíclica «Rerum Novarum» (habían transcurrido más de cuarenta años desde la muerte de Balmes) León XIII hacía una advertencia muy seria contra esa consideración, ahora indiscutida, de que el trabajo es una parte del mercado. Y así se expresa taxativamente: «mercado de trabajo». Pero de acuerdo con la doctrina cristiana, enseñada durante siglos, el trabajo es ante todo una dimensión de la persona humana, de tal manera que todos los potentes deben colaborar para que cada persona pueda ejercerlo. Se advertía que, al destruirse los gremios y corporaciones, pertenecientes al Antiguo Régimen, se había producido una inversión de valores muy seria en la definición de la empresa: no es ésta el medio por el que empresarios y oficiales intentan y consiguen hacer una tarea que sirva a la sociedad y a ellos disponer de medios para su propia existencia, sino únicamente un mecanismo que se integra en el mercado para obtener ganancias. Al rendir cuentas cada año los capitalistas de nuestros días hacen únicamente referencia al incremento de los ingresos, como si éste fuera el único fin.

Expliquemos el tema con otras palabras que ya los grandes pensadores emplearan: una empresa que garantizase el trabajo a sus miembros, tanto propietarios como obreros, aunque al final no obtuviese beneficios, debería considerarse correcta; a fin de cuentas estaba cumpliendo con su deber. Pero ahora pensamos de un modo contrario: aquella que obtiene beneficios, aunque para ello deba disminuir el número de empleados, es la que debemos considerar como correcta. La memoria histórica de las grandes depresiones que Europa ha tenido que padecer nos demuestra que para superarlas no bastan las medidas políticas o económicas. Al contrario pueden provocar un endurecimiento de la potestad política ahora sometida «totalmente» a los partidos o sindicatos de los que depende. Hace falta una profunda conversión moral que coloque a la persona humana en el protagonismo que le corresponde. Regularmente los Papas, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI o Juan Pablo II, han venido refiriéndose a la famosa encíclica de León XIII. Comenzaron por reconocer que algunos de los problemas que entonces se denunciaran han sido superados. Pero aparecen otros que pueden tornarse todavía más graves. El hambre en el mundo ya no admite la explicación que diera Malthus: estamos en condiciones de producir más alimentos que los que se necesitan. Pero para lograr una distribución más equitativa, son necesarias dos cosas: que el mundo opulento nacido del liberalismo recobre la conciencia de su deber, y que los totalitarismos reconozcan que en la Naturaleza existen leyes morales que tienen que ser respetadas y defendidas. La Naturaleza no es vengativa, pero tampoco puede evitar que sus estructuras se pongan en juego cuando contra ella se procede. Y de esa Naturaleza el punto culminante es la persona humana, que ahora no es respetada.