Libros
No quiero ir a la escuela
Érase una vez un país donde el ir a la escuela no era motivo de alegría y entusiasmo si no de aburrimiento. ¿Cómo podía ocurrir esto? Era muy sencillo. Las orejas de burro, otrora detestadas, se habían convertido en objeto de culto. Eso sí, para ganártelas debías hacer como Jaimito: ir a la escuela pero no entrar. Por suerte, existía una presidenta, aguerrida y osada, empeñada en inculcar a niños y niñas que esfuerzo, tesón, perseverancia y logros basados en la meritocracia era lo mejor que en sus alforjas podían atesorar. El saber no ocupa lugar pero sí libra de que te la den con queso los sociolistos del lugar (los inventores de la «des-educación para la ciudadanía»). Tanta desidia había en el ambiente, que la vocación de enseñar comenzó a escasear. Por las mañanas, ya nadie se quería levantar para ir a la escuela. ¿Para qué? Se premiaba al tonto y se castigaba al inteligente. En despabilar a la gente y hacer currar a los profes andábamos, cuando los enemigos de la educación, llamaron a la huelga pues no soportaban ver que iban a perder los comicios del saber. A muchos les faltaba capacidad de visión para darse cuenta de que la ignorancia sólo conlleva esclavitud, pobreza de espíritu, y no poder prosperar en la escala social. Con profes que se dan a la huelga en vez de a los libros, una sociedad se entontece y no progresa. Moraleja: si no quieres que por burro te tomen, pide maestros con vocación, que hagan los deberes y que se dediquen a enseñar.
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