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Veraneo con pájaros por José Luis Alvite

La Razón
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Salvo cuando era un crío o un muchacho, he tenido por costumbre enfrentarme a las vacaciones sin hacer preparativos, dejando que a última hora decidiesen en mi nombre la prisa o la angustia. Lo que de verdad me importa es que el veraneo no me suponga un esfuerzo y no regrese luego a casa agotado de tanto descansar, como esos tipos que aprovechan sus vacaciones para gastarse un dineral en cosas que les producen una mezcla de agotamiento y rutina. Como yo las entiendo, las vacaciones son una opción para la indolencia y no han de resultarnos tan agotadoras y odiosas como si fuesen un deber. Nunca entenderé a esas personas que viajan sometidas al suplicio de interminables caravanas de coches para descargar luego su equipaje en una playa en la que hay tanta gente que apenas queda sitio para que el viento devuelva la arena al suelo. Los ricos de antes eran unos señores exquisitos y cultos que veraneaban en el Norte, recluidos a la sombra con dos docenas de libros, avivando por la noche el fuego de la chimenea en lugares a los que ni siquiera era fácil que llegase el cartero. No se consideraba elegante el esfuerzo, ni resultaba de buen gusto el calor. Yo no era de familia de ricos, pero veraneaba en Cambados, que era un señorial puerto sin playa, una villa marinera en la que el verano empezaba justo la tarde en la que llegaba yo en el coche de línea con una maleta, una náusea de bencina y la jaula de los pájaros. Si era miércoles, al día siguiente caía a jueves el domingo. Después iba con tía Pepita a un parto en cualquier aldea entre las parras y me confirmaba en la idea de que las vacaciones de verdad eran aquello: Un bebé como un jamón, la relojería del maíz en la boca del cerdo y un glaucoma de semen buscando la luz en la crisálida del sexo.