Historia

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Al final del viento

La Razón
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Cada vez que la gente se organiza en muchedumbre ocurre algo importante: una revolución, una olimpiada, una guerra… Es evidente que convocada por una motivación ideológica, se forma enseguida eso que los conservadores, siempre asustadizos, denominan «una horda», es decir, una multitud poseída por la furia de una idea confusa que los promotores de la acometida a veces combinan con consignas incendiarias y una abundante provisión de ginebra barata. Si la motivación es religiosa, el gentío se aglomera formando una procesión, una peregrinación o una romería, devotas explosiones de espiritualidad popular que respetan las cosechas a su paso, no conculcan las leyes y no arrasan los palacios. Sea horda o romería, en ambos casos la gente se organiza en torno a una idea que surte su efecto precisamente en el caso de que no sea debatida, lo que explica que con frecuencia la religión y las revoluciones prosperan en momentos históricos en los que, por lo que sea, el impulso puede más que la razón. ¿Es eso malo? No necesariamente. Nadie duda de que las guerras son execrables y, sin embargo, hay quien sostiene que sin los conflictos armados a gran escala, los seres humanos habríamos sido incapaces de regular pacíficamente la demografía. Incluso podría pensarse que las grandes guerras son el recurso casi intuitivo de la humanidad para corregir las injusticias causadas por la pasiva exposición de la sociedad internacional a un largo periodo de paz, de modo que los graves errores de los economistas y de los políticos han sido resueltos históricamente por los grandes aciertos de algunos generales. Las revoluciones, las romerías, las guerras… los grandes movimientos de masas producen conmoción periodística y suscitan indudable expectación. Los seres humanos se agrupan motivados por las penurias materiales o por la indigencia moral que los rodea, igual que la tormenta reagrupa a los pájaros, del mismo modo que se junta indiscriminadamente la basura al final del viento. Vivimos tiempos difíciles, víctimas del fracaso económico y sin referencias morales, en un mundo infame en el que ni siquiera creen en sí mismos los dioses. Es como si algo en el ambiente nos dijese que sólo los convulsos movimientos de masas de una gran guerra podrán solucionar los horribles estragos sociales y las insoportables injusticias causadas por la paz. A lo mejor es que cada cierto tiempo la humanidad necesita darse cuenta de que el ser humano es más decente y más creativo cuando comprende que con frecuencia los mejores monumentos de una civilización son precisamente sus ruinas. ¿Será que el mundo está otra vez mezclado con la mierda al final del viento?