Sevilla

Días contados (II)

La Razón
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Fue una noche agradable, sentados mi editor y yo con Paco Reyero en la terraza de «El Cairo», en esa Sevilla venial y aromática en la que incluso cualquier blasfemia sería a medias talento y comida en la boca de un mendigo. Fue mi colega de LA RAZÓN y Onda Cero quien ordenó una fuente de jamón reluciente como un medallero, excitante y carnal como una ración de suculentas heridas de raso. Veintitantos grados en la acera y la emulsión de una brisa sugerente y melosa que recorre la calle como echada con la espátula de un pintor. El camarero nos trae luego unas almejas que dice que son de Carril y la verdad es que no hace falta que lo jure. Hago memoria y no recuerdo en ese instante haber visto almejas como ésas. Di cuenta de las mías casi con los ojos cerrados, feliz por la degustación y al mismo tiempo temeroso de estar llevándome a la boca algo a lo que tal vez tendría que haberle dado conversación. Paco Reyero me cuenta que no trasnocha y que le desbordan las numerosas ocupaciones. Aparenta la apabullante serenidad de alguien que acaso sólo se considere culpable de no tener un solo motivo por el que sentir remordimientos. Yo no digo nada, pero en ese momento admiro con avidez la serenidad moral del compañero, el orden en el que transcurre su existencia, y reconozco en silencio lo envidiable que resulta que en la vida de un hombre su mayor inquietud moral sea que después de una cena copiosa se le suba a la boca, como una oración fermentada, el resabiado sabor del atún. Apenas hay tráfico en la calle y por las aceras camina alguna gente que no parece llevar prisa, hombres y mujeres marinados por el sudoroso placer de vivir sin pretensiones, como si su objetivo en la vida fuese esperar a que medre en su interior –como un sarmiento de jarabe, como una hidra de aceite– la silueta oleosa y seudónima de la muerte. Esa noche compartí una copa con Alejandro Diéguez cerca del Hotel Inglaterra y una hora más tarde me retiré a descansar. No fui capaz de dormir. Por la mañana se acercó Rocío González al hotel y compartimos el bufé del desayuno. Y fue en las caligráficas pestañas de sus ojos andaluces donde encontré con los rituales maitines del café la frase por cuya cremallera corre, sin prisa y sin frenos, el cierre de mi columna de hoy: hay en esta incandescente ciudad de Sevilla algo que te hace comprender que a veces es en el fuego donde de milagro abreva sin sed el esqueleto herniado del agua.