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El Códice por José Luis Alvite

La Razón
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¡Qué decepción! ¡Cuántas especulaciones sofisticadas e inútiles! ¡Qué cotidiana vulgaridad criminal! Esperábamos que el Códice Calixtino fuese rescatado al irrumpir Interpol en una compleja trama de sutiles delincuentes dedicados al tráfico de valiosísimos objetos de culto y resulta que el inclasificable ejemplar ha sido localizado a las afueras de Compostela, arrumbado entre cajas y herramientas en el trastero de un simple electricista al que se supone ansioso de vengarse por haber sido despedido de su empleo en la catedral compostelana. Nos hemos quedado sin una de esas novelas góticas en las que hay un monasterio con musgo, un fraile sibilino y unas pocas ventanas muy angostas por las que incluso de día entra la oscuridad. Se nos desinfla la historia y quedamos perplejos ante la simpleza del caso, decepcionados por la escasa enjundia criminal de lo que esperábamos que fuese un caso transnacional y oscuro, una conspiración pensada para que un anciano multimillonario y onanista disfrutase contemplando el erotismo del Códice en el cocedero de la intimidad casi placentaria de su bañera con velas. El final de la historia es de una sencillez apabullante. La Policía ha localizado el Códice a cuatro kilómetros de donde fue sustraído por un tipo corriente al que en cualquier organización mafiosa sólo habrían requerido para que hiciese saltar los fusibles del restaurante durante la cena en el momento del tiroteo. ¡Qué chasco! Fue como si alguien hubiese sustraído «La Gioconda» de su pared en El Louvre para pegarla al lado del póster raído de Raquel Welch en la cabina de su camión. El caso es que nos hemos decepcionado con este final en el que el culpable es un hombre corriente que si no robó la Estatua de la Libertad fue porque supuso que no cabría de pie en su trastero.