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Qué pasará a partir de ahora

La Razón
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No sé si está bien confesar nostalgia por las cosas que reconozco que hice mal a lo largo de mi vida, ni si es decente reconocer que tal como transcurrió mi existencia, ahora que lo pienso no me habría importado haber hecho cosas aún peores. Tampoco estoy muy seguro de que con mis criterios morales de ahora pudiese soportar la reedición literal de aquellos días. Al hombre que deja atrás durante algún tiempo sus errores le cuesta desandar el camino y reincidir, igual que al tipo que lleva mucho tiempo caminando descalzo se le hace luego insoportable ponerse de nuevo los zapatos y seguir andando. Podría intentarlo y la verdad es que sé cómo volver a las andadas, pero ¡demonios!, mucho me temo que las cosas que antes no me provocaban el menor remordimiento ahora probablemente a las primeras de cambio me descompondrían el vientre. Tenía razón el tipo que me lo advirtió la madrugada en la que le confesé mi deseo de darle un giro a mi vida y cambiar de aires. Me dijo: «Piénsalo bien, muchacho. Si te largas ahora, será difícil que vuelvas y encuentres tu sitio donde lo dejaste. Ya no serás nunca el mismo. En el dudoso caso de que consigas renunciar otra vez a la moral, va a ser difícil que soportes de nuevo la ginebra. Créeme, hijo, la decencia produce un irremediable envejecimiento mental del que es casi imposible sobreponerse. Cuando lleves sólo unos meses alejado de esto, amigo mío, no conocerás de la vida nada que no hayas leído en los periódicos, tu existencia serán tres comidas al día y no volverás a estornudar jamás con los ojos tan abiertos. Ahora haz lo que quieras. Es cosa tuya. Yo sólo te digo que cuando al cabo de los años eches la vista atrás, te darás cuenta de que lo mejor de tu jodida existencia no tendrá que ver con tus recuerdos, sino con tus remordimientos». Ahora echo la vista atrás, recuerdo lo que me dijo aquel tipo y me pregunto si de verdad valió la pena apartarme durante tanto tiempo de todo aquello. Y reconozco que no sé qué contestarme. A veces pienso que en realidad en todos aquellos años no fui lo que se diría un hombre feliz. Pero, maldita sea, luego me digo a mí mismo que si entonces no fui feliz, tal vez se debió a que estaba muy ocupado en disfrutar de las cosas que no sabía que en realidad me hacían desdichado. En eso parecía pensar la fulana que una madrugada me miró a los ojos y me dijo: «Yo no sé si lo que hago con mi boca es bueno o malo, cariño. Mis necesidades y las de mis hijos excluyen cualquier tentación de recapacitar. ¿Sabes, cielo?, creo que la moralidad de lo que hago con los hombres en cierto modo no depende de mi conciencia, sino de mi flora intestinal. Por eso en vez de reflexionar, encanto, enjuago la boca».