Crítica de libros

El fundamento de la democracia

Aula Política del Instituto de Estudios de la Democracia de la Universidad CEU San Pablo

 
 larazon

A veces se pretende que en democracia la moral nace del y en el acuerdo, lo que supone que así lo bueno y lo malo es lo que en cada momento acuerda la mayoría y como tal se impone a todos mediante leyes positivas. Grave afirmación que nos lleva a preguntarnos: ¿es efectivamente así?, ¿es moralmente bueno todo lo que establece la ley positiva? La respuesta es simple: no. Incluso en democracia no todo lo legal es moralmente bueno. La historia nos lo ha demostrado hasta la saciedad –Catón llegó a decir que si se trata de robos privados los ladrones pasan su vida entre cadenas y grilletes, pero la pasan con oro y púrpura si son ladrones públicos–, y enseña que el legislador no es un dios aunque haya sido elegido democráticamente, y que por tanto no puede crear a su antojo el bien y el mal morales. Vivir en democracia, preservar ésta, regenerar la democracia, en una palabra, requiere asumir que hay reglas morales que, como garantes de la libertad de todos frente al poder, son estrella polar de las leyes positivas. Si no se admiten reglas del bien que obligan al poder democrático, dicho poder se convierte en una especie de dios que no está limitado por nada ni nadie. La moral no es un mero artificio que nace de las convenciones sociales. Ya nos enseñó Aristóteles que la democracia extrema tiene un sorprendente parecido con la tiranía. Para él, como hoy para nosotros, la democracia es buena, es un buen régimen político, pero lo es cuando gobierna la mayoría atendiendo al interés de todos y de forma no despótica; es decir, cuando ese gobierno democrático se considera sujeto a la Ley moral, a un nomos, a una Ley que no puede conculcar y le limita. De manera que se convierte en mala y tiránica cuando esa mayoría elegida democráticamente no se considera sujeta a Ley alguna, con lo que manda a su capricho y antojo. «Otra forma de democracia –dice Aristóteles en «Política IV», 1292a– es aquella en la que es soberano el pueblo y no la Ley, lo que ocurre a causa de los demagogos… El pueblo se convierte en monarca, uno solo compuesto de muchos… y un pueblo de ésta clase, sin estar sometido a la Ley, se vuelve despótico, de modo que una democracia de tal tipo es análoga a una tiranía. Su carácter es el mismo: ambos regímenes ejercen un poder despótico». Esto es precisamente una tiranía democrática: aquella en la que lo bueno y lo malo lo establece la mayoría artificialmente y por mera convención. De esta forma volvemos a la ley del más fuerte, y así ¿dónde queda nuestra libertad?
Cuenta Cicerón, en «Sobre la República», III, 14, que la flota de Alejandro Magno apresó a un pirata, y habiéndole preguntado el emperador en persona qué impulso criminal le llevaba a infestar los mares con sus fechorías, el pirata, con toda franqueza, le contestó: «el mismo con el que tú lo haces por toda la tierra; sólo que a mí como trabajo con una pequeña galera me llaman bandido, y a ti por hacerlo con toda una flota te llaman emperador». ¿No hay diferencia entre Alejandro y el pirata?¿No hay diferencia entre las normas positivas de un Estado que respeta la Ley moral y las de otro que no lo hace? ¿En qué se diferencia el recaudador de Hacienda que me quita un dinero que es mío, de un ladrón que me roba? La diferencia es simple: radica en admitir o no que el código moral que proviene de la Ley moral es fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema, y en particular en el sistema democrático. La Ley establecida por el hombre, por los parlamentos, o por cualquier otra entidad legislativa, que en esencia es meramente una orden que unos hombres dan a otros, no debe contradecir tal Ley natural. Puede de hecho hacerlo, tenemos un reciente ejemplo de ello con la Ley Orgánica de 3 de marzo de 2010 sobre el aborto, que permite eliminar vidas humanas inocentes. En estos casos el mal se instala en la comunidad en lugar del bien, y así se implanta un estado que con propiedad podemos llamar con Zubiri «estado de maldad». Ya lo señaló Cicerón: «Hay muchas disposiciones populares perversas y funestas, que no llegan a merecer más el nombre de ley que si las sancionara el acuerdo de unos bandidos; al igual que no pueden llamarse recetas médicas a las que matan en vez de curar, como las hacen algunos médicos ignorantes y sin experiencia». Esto escribió Cicerón en «De Legibus», II, 5, 13. Ahí, ahí está el gran problema, en la gran ignorancia. El buen Plutarco escribió un ensayo al que dio un título muy significativo: A un gobernante falto de instrucción. Y en él empezaba preguntando (en 780c): «¿Quién gobernará al que gobierna?». Él mismo contesta así al indocto gobernante: «La Ley que reina sobre todos, mortales e inmortales, como dijo Píndaro: «ley que no está escrita sino que es una palabra con vida propia». Plutarco se refiere aquí a una Ley no escrita que, obligando al legislador, protege nuestra libertad. Ella es sin duda la única que puede permitir regenerar la democracia en nuestro desarrollado occidente. Lo que supone, en definitiva, que la Ley moral obliga también a los políticos y a los legisladores, los cuales son humanos, a veces demasiado humanos. Acaso esa Ley es lo único que puede evitar que el poder no sea un profundo golfo de confusiones, y desde luego es lo único que como se ha dicho puede proteger nuestra Libertad.