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Volver

La Razón
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Volver es nuestro destino. De hecho, nos pasamos la vida intentado volver a algún punto. La infancia, por ejemplo. Como Marc Chagall, que no hacía sino pintar una y otra vez su pueblo ruso, con una iglesita, un incendio y un tío gritando desde un tejado. O a las raíces, como Henry James, que acabó cambiando sus Estados Unidos natales por el viejo continente. O al Imperio austrohúngaro, como Joseph Roth, que no superó el destrozo del mapa europeo tras la Guerra y murió de pena. O a la Francia decente, como la escritora judía Irene Nemirovsky, que se hundió en Auschwitz después de ser detenida por los gendarmes de Vichy. Así que no debe haber nada trágico en volver cuando se puede. Para reconciliarse con la rutina otoñal no hay como enunciar los malestares estivales. Para empezar, la desazón de hacer maletas y olvidar siempre la crema de dientes. Después, el frenesí del viaje y la llegada al colchón extraño. A continuación, los inevitables cuatro días de adaptación: insomnio, mal humor, dolores corporales, desconcierto. He dedicado el verano a los escritores europeos del siglo XX y ahora que vuelvo a Madrid pienso en ellos con misericordia. No pudieron regresar ni a la Europa de los mil pueblos, cuyos ciudadanos celebraban a una el cumpleaños del emperador; ni a la diversidad respetuosa del judío de Galitzia conviviendo con el bohemio o el magiar; ni a la compasión, ni a la piedad. Definitivamente, para nosotros que podemos, es tiempo de volver a casa y construir un siglo XXI lo más distinto posible del anterior. Vamos allá.