Crisis económica

La burbuja educativa

La Razón
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Hoy vivimos a la hora del marketing y de lo políticamente correcto. Priman la imagen y el parecer sobre el ser. Es el mundo del paripé. Algo que resulta obvio en el modelo económico que padecemos, en el que la economía real ha cedido el paso a una economía financiera en la que se crea dinero ficticio para sostener efímeramente un edificio que se derrumba a las primeras de cambio. Y cuando la burbuja financiera estalla, el subsiguiente tsunami arrolla a su paso millones de empleos y nos hunde en la miseria. El símil es perfectamente extrapolable a la Educación. Nunca se ha gastado tanto dinero del contribuyente en el capítulo educativo como ahora, y nunca los resultados escolares han sido más decepcionantes.
Uno de los eslóganes que enarbolaban hace unos días los presuntos defensores de la escuela pública madrileña es que la Educación no es gasto sino inversión. El problema es que la rentabilidad de esa inversión hoy por hoy es ruinosa en España, teniendo en cuenta que lo que debe entenderse por rentabilidad educativa es si los escolares aprenden o no. Y las cifras, en este sentido, son demoledoras. Según el último «Panorama de la Educación», publicado por la OCDE en España no solo pagamos a nuestros profesores mucho más que la media sino que, además, somos uno de los países que tiene más profesores por alumno. Lo cual sería encomiable si esto se correspondiera con unos excelentes resultados educativos. Sin embargo, estamos muy por encima de la media en el porcentaje de abandono de los estudios tras la etapa obligatoria, y nos encontramos a la cola en lo que a rendimiento escolar se refiere, como nos recuerda regularmente el Informe PISA.

Yo no sé si se gasta demasiado dinero en educación. Lo que resulta claro es que se gasta muy mal. Desde hace 40 años, nuestro aparato educativo ha aumentado desproporcionadamente sin preocuparse de si resultaba o no eficaz, una dinámica asumible en tiempo de bonanza, pero que al llegar las vacas flacas, resulta de todo punto insostenible. El riesgo real no es que haya más o menos profesores, sino que quiebre el sistema y se hunda el sistema educativo público. Lo importante no es que haya más o menos profesores, sino que sean suficientes y que los alumnos aprendan.

La política educativa de las últimas décadas ha sido tan errática como lamentable, con prácticamente una ley de educación por legislatura, con un manifiesto desprecio por la figura y la autoridad de los profesores, que no podían suspender a los malos alumnos, ni mantener un mínimo de disciplina en las aulas.

Porque recuperar la rentabilidad educativa no es tanto cuestión de dinero como de rehabilitar la figura del maestro que, hoy por hoy, ha perdido la mayor parte de su prestigio social. Por eso los niños ya no quieren ser maestros de mayores. El año pasado pude contemplar en París un triste espectáculo en el Salón del Estudiante, al observar como enjambres de futuros universitarios se precipitaban para hacerse con los carísimos y vistosos folletos de las diversas escuelas de negocios o de las formaciones en comunicación audiovisual, mientras el inmenso stand de la Educación Nacional permanecía absolutamente desierto. Por fortuna sigue habiendo maestros vocacionales, pero su labor es cada vez más difícil y desoladora, en la medida en que tienen que afrontar prácticamente solos un ambiente hostil en el que como mínimo, se desprecia su profesión. Sin tener en cuenta que en sus manos está el futuro de una nación. Algo que han comprendido muy bien en algunos países como Finlandia, que es un ejemplo de cómo puede gastarse con eficacia el dinero del contribuyente para tener la mejor educación pública del mundo.

En España es urgente recuperar el prestigio de la educación pública, volviendo a instaurar procesos de selección rigurosos de los profesores en los que prevalezcan, sobre todo lo demás, los méritos y la formación de los candidatos. El profesor debe volver a convertirse en el «maestro», admirado y respetado por sus alumnos. Y no menos importante es desterrar la demagogia para recuperar el sentido del esfuerzo y de la disciplina, sin las cuales nuestros colegios se convertirán en la versión posmoderna del País de Jauja que aparecía en las Aventuras de Pinocho, creadas por el periodista italiano Collodi en 1883, en el que los escolares que se dejaban engatusar por la ilusión de la facilidad, acababan convirtiéndose en burros que eran empleados en los trabajos más serviles. Gastemos nuestro dinero también en recuperar la motivación y el interés de los alumnos por la tarea educativa. La crisis económica nos aboca no a gastar menos dinero en educación, pero sí desde luego a gastarlo mejor. Recordemos las palabras de La Fontaine que en el siglo XVII escribía: «Trabajad, esforzaos, es la inversión que falla menos».