Lo bien que se nos da destrozarnos unos a otros. Acabo de comer con Carmen Cervera (la entrevista sale el sábado en Cope) y me admira la reducción mediática de una señora tan lista y apañada –que se ha traído a España un emporio pictórico– a cazafortunas folletinera. Ya es tradición. De la gran Lola Flores hicimos una morosa infame; de la inmensa Encarna Sánchez, una mala mujer; de Lorca, un picaflor amoroso. Cogemos las piezas mejores y fabricamos carne picada, como para compensar nuestra mediocridad. Los extranjeros esculpen santos con sus connacionales más turbios, y aquí escarnecemos a los héroes. Un francés se siente orgulloso del sangriento Robespierre o del despótico Napoleón, pero el español se mofa de Felipe II o de Colón. Richelieu, un santo. Cisneros, un monstruo. El Séptimo de Caballería, que amparó el exterminio de los indígenas norteamericanos, sigue endiosado en las películas, mientras que los ejércitos imperiales españoles pasan por ser las hordas de Genghis Khan. No hace falta que nos vendan la leyenda negra, ya la compramos nosotros y denostamos a Hernán Cortés (ya quisiera Robespierre), Teresa de Jesús (ya hubiese deseado Lutero) o la reina Isabel (ya hubiera aspirado Enrique VIII). No sé que nos pasa, pero es una enfermedad nacional. En su día fueron los pliegos de cordel, o la novela picaresca, o el poema satírico. Ahora son las revistas o la televisión. Da igual. Todo es reírse de lo propio, disminuir lo grande, destacar lo privado, despreciar, enanificar. ¿Hay que mofarse de un nacional? Ahí está un compatriota español, cobrando.
Tita Thyssen
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