Siria
Libia liberada
El Consejo Nacional de Transición emitió ayer dos anuncios de cariz muy distinto. El primero, la proclamación oficial de la «liberación total de Libia»; el segundo, que la «sharia», la ley islámica, marcará las líneas maestras del desarrollo del país y será fuente del derecho. Entre ambos existe una brecha en sus significados muy considerable. El primero invitaría a la celebración propia de superar una tiranía brutal, pero el segundo dispara las incertidumbres sobre la naturaleza del movimiento que se avecina para una zona estratégica del Mediterráneo. Ambos pronunciamientos llegan también envueltos en la polémica y el horror del linchamiento de Gadafi, de la investigación abierta por Naciones Unidas y del silencio inaceptable de la OTAN. Lo único cierto es que con la desaparición del ex coronel concluyó definitivamente una dictadura de 40 años ya derrotada hacía semanas y cuya lenta agonía dependió en buena medida de la resistencia del tirano a poner fin al baño de sangre. Fiel a su biografía, no le importó lo más mínimo sacrificar miles de vidas en un enfrentamiento que decantó la intervención de la Alianza Atlántica. Fue un ser despiadado, responsable de miles de asesinatos y torturas, que financió y alentó atentados terroristas como la matanza de Lockerbie. De su cinismo y pragmatismo da fe una vida en la que pasó de ser enemigo a aliado de las democracias en función de las coyunturas y de los intereses económicos derivados de su control de una potencia petrolífera como Libia. También se erigió en un referente histórico para la izquierda europea bajo el influjo de su revolución verde, un baldón para esos grupos –algunos españoles– que le profesaron admiración y pleitesía. La caída del dictador es un capítulo más de la «primavera árabe», que ha sido capaz de tumbar a tres tiranos, aunque otros tantos sobrevivan, y cuya atención girará ahora hacia Siria. La desaparición de un régimen que conculca los derechos humanos siempre es una magnífica noticia, porque abre la puerta a la esperanza de algo distinto. Otra cosa es que esa transición concluya de forma positiva para el país en cuestión y para la comunidad internacional. La ministra Trinidad Jiménez aseguró ayer que el país debe buscar la reconciliación nacional y la necesaria «estabilidad». Pero la actuación de la propia resistencia libia durante el conflicto, con flagrantes violaciones de los derechos humanos, y la confirmación de que la «sharia» guiará los pasos del nuevo régimen obligan a cierto escepticismo y a estar vigilantes. No se puede olvidar que los regímenes derrocados en la «primavera árabe» han servido como diques de contención del islamismo y que su final no puede ni debe suponer un retroceso en la libertad y la seguridad. Especialmente gobiernos como los de Francia, Italia y EEUU tienen una responsabilidad máxima en la etapa post-Gadafi como protagonistas principales de la intervención aliada. Los primeros pasos parecen apuntar a que la nueva Libia corre el peligro de parecerse demasiado a la antigua e incluso de ser peor que ésta en algunos aspectos. La muerte del tirano no garantiza el futuro, sólo lo despeja, por lo que conviene no bajar la guardia.
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