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Veraneo

La Razón
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Salvo que el calor lo hace todo aun más insoportable, las vacaciones de verano no suponen cambios sensibles en mi manera de vivir, ni modifican en absoluto los criterios con los que intento administrar mis emociones de manera que todo resulte interesante o sea al menos soportable. Ni voy lejos, ni hago esfuerzos que no habría hecho con naturalidad en cualquier otra época del año. Respecto de las ofuscaciones y de los sinsabores del invierno, la diferencia es que en verano sufro el desencanto vestido de manga corta. Dicen los psicólogos que las vacaciones son el momento del año en el que se pone a prueba la resistencia de los vínculos de pareja y que es al final del dichoso tiempo libre cuando surgen los peores brotes divorcistas. Precisamente para ponerse a salvo de ese riesgo, muchas parejas se disuelven al llegar el verano y cada uno administra por su propia cuenta las vacaciones, sabedores de que la convivencia estival podría dar al traste con la unidad de la familia. Yo no huyo al llegar este tiempo, entre otras razones, porque he conseguido un cierto estatus de rebeldía que me permite evitar la playa, huir de la insolación y no acudir a esas reuniones veraniegas en las que la gente se siente obligada a divertirse. Nadé por última vez en el mar hace quince años y desde entonces ni siquiera recuerdo haber metido en alguna ocasión los pies en el agua. Me gusta recorrer la costa gallega en coche y me detengo con frecuencia a contemplar el paisaje mientras fumo y escucho música. El mar me trae deliciosos y bautismales recuerdos de mi infancia cambadesa, de cuando contemplar la realidad era sin discusión más agradable que evadirse de ella con el recurso de imaginarla de otro modo. El de la Galicia de entonces era un orbe sin turistas y sin planes, un mundo en el que todo ocurría por primera vez, un sitio físico y a la vez emocional en el que había lugares extraordinariamente hermosos que ni siquiera tenían nombre. Nuestra familia éramos los únicos veraneantes en aquel pueblo de pazos, parras y buganvillas en el que las tardes tardaban semanas en pasar. Eramos veraneantes, no turistas. Yo me presentaba en junio con mi maleta y la jaula de los pájaros, me instalaba en casa de tía Pepita y no regresaba a Compostela hasta principios de octubre, cuando ya las nubes enfriaban el fuego en las «lareiras» y los escaparates se llenaban de ropa con solapas. Es precisamente aquella la dulce indolencia que recuerdo cada vez que recorro la costa en lenta y desencantada procesión sin prisa. Y si ya no me meto en el mar, es probablemente porque he vivido mucho desde entonces y ya no soy tan sensible que pueda echarme desnudo boca arriba en un palmo de agua y esperar a que me masturbe casi en sueños la obstétrica y rumiante resaca de la bajamar.