Crítica de libros
El tirachinas y el tobogán
Quizá todo el problema de la civilidad está en hacer aceptar al mocito que apunta con un tirachinas en las manos a un ventanal o a una farola, que esa farola debe seguir luciendo, como debe tener cuidado de que el balón con el que juega en el patio del colegio o en la calle no vaya a parar a una ventana acristalada, ni sobre las delicadas prímulas de una maceta o de un parterre. Sencillamente porque, en ese preciso instante, ese mocito se dispone a gustar la mayor de las delicias realizando aquella maldad, como San Agustín y sus amigos robaban peras que luego destrozaban, porque les resultaba un placer hacer daño. Tal es el primer paso hacia el encanallamiento y el mal, y luego, si a esto no se da importancia, es la entrada en un tobogán hacia abajo, y muy inclinado.
Mr. William Dousing, por ejemplo, que era el Comisario del Lord Protector para la liquidación de las idolatrías papistas, según llamaban los puritanos partidarios de éste a las imágenes y pinturas de las iglesias, era un hombre honorable y se supone que sensible a la hermosura de las pinturas, esculturas, tapices o cristaleras que tenía que destruir, y sus ojos debieron de quedar fascinados muchas veces por los deslumbres de la belleza de lo que tenía que destruir. Pero, ¿qué podía hacer? Una vez comenzada la revolución puritana, ¿quién podría pararla? Y esto a pesar de que no dejarían de impresionarle no sólo pinturas y bajorrelieves sino también las lacerantes inscripciones funerarias en las que los huesos de quienes yacían bajo ellas clamaban contra el poder de la Muerte y afirmaban su esperanza de más vida.
Pero todo esto no quiere decir que no hubiera otros lijadores de pinturas o descabezadores de imágenes que hicieron su tarea con una gran furia y un gran placer. Y la historia nos muestra como algo desolador el hecho de que no parece que pueda darse destrucción de mundo sin odio a la belleza, ni revoluciones sin el preludio de la soperas de Sèvres convertidas en vasos de noche, y profundos espejos venecianos hechos añicos, ciudades ardiendo, y el encanallamiento de las gentes que luego servirán de carne de cañón.
Danton confiesa ingenuamente que descubrió ya muy tarde, cuando ya llevaba algún tiempo corriendo el río de sangre de la Revolución Francesa, que había gentes, y no pocas, para las que torturar y matar era un placer, y amar la vida y sus días hermosos y tranquilos algo imposible. Y se horrorizó; y en él fue ésta una experiencia que cambió todo su modo de pensar y actuar, de manera que sus ardores y seguridades revolucionarios se debilitaron, y tal enfriamiento le ganó la guillotina.
El caso es que todo el quid de estos asuntos, y del negocio principal de la civilidad está en preguntarnos si acaso la pedrada a la farola y a la cristalera no está en el mismo orden de la guillotina, siendo ésta un extremo, sin duda, pero eslabón de una misma cadena, y al fin y al cabo eslabón ineluctable. Por la muy sencilla razón de que el tracto de destrucción y disolución de la entidad intelectual y moral de los individuos ya se ha cumplido, y ya puede manifestarse en cualquier momento.
Pero es necesario recordar igualmente los otros juegos de la propia cultura, el pensamiento y la estética mismos como juegos placenteros de destrucción de la belleza, e irrisión del amor gratuito, que como un gran pedrusco ha derribado para siempre el mundo de los padres, y treinta siglos de cultura. Incluso cierta gran literatura del XIX y XX sólo ha perseguido esto, según propia confesión; lo ha conseguido, y todos hemos sido contagiados de ese divertimento.
Pero es que, además, éste es un juego muy creativo, y quien juega ese juego ya se ha probado a sí mismo que es un dios; y de esto es de lo que se trata, ciertamente.
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