Murcia
Cuando las suecas y los Rodríguez coincidieron en el veraneo español
Ya no quedan personajes como Los Rodríguez. La penicilina, el estado del bienestar y los móviles se encargaron de matarlos.
MURCIA- Siempre que llega el verano me acuerdo de Alfredo Landa y de José Luis López Vázquez, dejando en un hotelito de Torremolinos a sus mujeres y a sus hijos cada domingo para regresar a Madrid con la finalidad de atracarse de vicio de lunes a sábado y superar el miedo a la libertad con la compañía de las famosas suecas, que venían del frío con la mentalidad abierta y el sujetador en la mano. Aquellos hombres bajitos y con mala leche que portaban un sombrerete de crooner y lucían bigotillo fino eran los Rodríguez, una especie extinguida en la actualidad, aunque vigente en el recuerdo de los más nostálgicos. Sin embargo, al desmontar a este especimen debemos ser justos. La mayoría de Rodríguez se conformaba con tirar los zapatos por la casa, dejar los calzoncillos colgando de la lámpara, el fregadero lleno de platos y un reguero de mierda en el hogar familiar como símbolo de liberación. Poner los pies sobre la mesa y acumular dos cajas de quintos en el salón eran victorias momentáneas sobre la esposa que le daban al varón de entonces un subidón de testosterona y lo afianzaban en el macho que no habían podido ser los trescientos cincuenta días restantes. Una casa para él solo con todo preparado para que el marido se convirtiera en la dama de las basuras durante quince días. Y después, cuando la noche se dejaba caer, una ciudad abierta de para en par, como un campo de batalla donde perseguir a todo lo que llevara falda. El Rodríguez es el ejemplo vivo y antropológico de la represión de una España que vivía debatiéndose entre el pecado y el miedo. El macho español salía a la calle en manada para atacar con fiereza latina, ir a sitios donde nunca se llevaría a los hijos y rozarse con la primera hembra dispuesta a cepillarse sin escrúpulos la paga extraordinaria del pringado de turno. En la época dorada de los Rodríguez, coincidiendo con los tecnócratas en el poder y los planes de desarrollo, apareció por Madrid el Doctor Flemming, insigne descubridor de la penicilina y gran aliado de estos gañanes sin saberlo. La penicilina fue el invento que terminó por arreglar muchas de las aventuras de nuestros queridos Rodríguez, entregados ciegamente a la pasión sin barreras que terminaba en desagradables picores e incómodos pinchazos con el amigo practicante, hasta que la desazón venérea tocaba a su fin. Hasta un barrio de Madrid donde campaban las lumis terminó llamándose Costa Flemming. Así que cuando nuestro Rodríguez vivía la experiencia de la libertad en estado salvaje, bajaba hasta la costa entre rasca y pica, con la conciencia hecha unos zorros y la mirada puesta en los tiempos donde era un poco más calzonazos, aunque también mucho más feliz. El mito del soltero con alianza que se hinchaba a ligar en las salas de fiesta de su ciudad en ausencia de su esposa, terminó difuminándose en el lago de los freakis como las carreteras secundarias, los carteles de Nitrato de Chile, el tele-club, Crónicas de un pueblo, Herta Frankel, la perrita Marilyn, los campamentos de la OJE, las Mirindas, el comediscos y el coñá Veterano, que era cosa de hombres. O eso decían.
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