Ferias taurinas
De casta
Morante ayer quería. Quería arreglar en Sevilla lo que días antes se quedó a medio hacer. Ni Resurrección ni los Victorinos dieron rienda suelta a su apuesta. Cinco tardes en la temporada sevillana se podían convertir en amargor de no resolverse a bien. Necesitaba el calor de su tierra, sudado y ganado ayer. Apenas hubo lugar para las florituras. Los toros de Jandilla amagaron con fastidiar la tarde. Dos se desplomaron sobre la arena, en un «no puedo más». Al tercero hasta hubo que apuntillarlo en el ruedo en mitad de la lidia y del resto tendremos poco que recordar. Y en ese suspiro sublime de la nada al todo llegó Morante en el quinto, clavó las zapatillas en el albero, gozó el prólogo de faena y vibramos al son de una labor de corazón, de tragarle mucho al toro y dominar los derrotes secos. Que la historia no se cuenta con un ramillete de muletazos bonitos. Morante hiló fino a un toro bronco. Ya se vislumbró el cuento en la primera tanda de derechazos, cuando embarcó al toro por abajo, en un conjunto emocionante por lo que era y por lo que estaba por venir. Mientras el animal iba a menos, el torero fue a más. Ganó esta vez Morante. Hasta la banda, esa dictadura absurda que se trae la plaza de Sevilla con la música, claudicó en ese quinto toro, mientras silenció la seria labor trazada ante el segundo. Y en verdad, con ese Morante entregado a la faena, lo que sí tuvo música, y ritmo, y melodía fue la capa airosa del de La Puebla, y su arte. El de la batuta, caprichos que envenenan a una plaza de cante grande.
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