El pontificado de Francisco
De rodillas
Cuando, el Domingo de Ramos y el Viernes Santo, se lee el relato de la Pasión, es una hermosa costumbre que los fieles se arrodillen en el momento en que se narra la crucifixión y muerte del Señor. Es un gesto cargado de significado. Nosotros, los católicos, no nos consideramos superiores a los demás; por el contrario, tal pareciera que nos sentimos algo inferiores, puesto que vivimos rodeados de personas que han domesticado su conciencia y a las que ésta ya no les recrimina sus pecados, mientras que a nosotros la nuestra nos sigue recordando que a veces hacemos el mal que no queremos y dejamos de hacer el bien que deberíamos hacer. Pero esta conciencia de pecado no es causa de amargura. Lo sería si no creyéramos, a la vez y con total confianza, en la misericordia divina. Una misericordia que se manifiesta de modo insuperable en el misterio que en estos días recordamos y celebramos: el de la muerte redentora de Cristo en la Cruz. «Sus heridas nos han salvado», decimos y creemos. Y eso nos lleva a caer de rodillas ante el que ha dado la vida por nosotros, siendo conscientes además de que no merecemos tal sacrificio y de que, aunque pasáramos la vida entera dando gracias a quien tanto nos ama, no lograríamos satisfacer la deuda que con Él tenemos.Ahí está nuestra suerte, nuestra triple suerte. Por un lado tenemos conciencia. Por otro sabemos que somos amados con un amor infinito. Y por último existe alguien a quien poder dar las gracias. Por eso caemos de rodillas ante tanto amor. Lo cual, por cierto, nos impide arrodillarnos ante los ídolos a los que siempre terminan por adorar el resto de los hombres.
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