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La Razón
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En los últimos años estamos asistiendo a una redefinición de las fronteras entre lo público y lo privado. Estos ámbitos, sin embargo, no son naturales, sino que se han ido construyendo a lo largo de la Modernidad. Nuestros conceptos de lo público y lo privado nacen a lo largo del siglo XIX con llegada de los modos de producción capitalistas y estandarizados que también producen un modo de vida normalizado y estándar. La transformación que sufrieron las ciudades a lo largo del siglo XIX es un ejemplo de esto. La ordenación urbana llevada a cabo por el barón Haussmann en el París del Segundo Imperio contribuyó de hecho a crear un espacio público donde primaba lo idéntico: una línea de fachada hacía que todas las casas fueran iguales al exterior. La calle se transformaba en un espacio del orden en el que todo estaba reglado y normalizado. Las únicas posibilidades para el desarrollo de los individuos estaban en el espacio privado, el espacio de la diferencia. Es curioso que sea en este mismo momento cuando surja la figura del detective privado, como una reacción a la inoperancia de las fuerzas del orden público (la policía) en el ámbito de la intimidad. El detective es aquel que se oculta entre la multitud (el espacio de la indiferencia) y desde ahí observa y examina la intimidad de los sujetos, su espacio privado, un espacio definido por la mirada. De hecho, el logotipo de la primera agencia de detectives, fundada por Allan Pinkerton en 1850, era un ojo vigilante con el lema «we never sleep». Ese mismo ojo hoy se extendido a todos los rincones de nuestra cotidianidad, hasta el punto que se pueda decir que hoy ya todos somos vigilantes. Vigilantes atrapados en las redes de la visión.