Estrasburgo

El G-20 se enfrenta al futuro

La cumbre será un sonoro fracaso si se limita a lo comercial y no se fijan los principios

La Razón
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Podemos augurar el fracaso de la cumbre del G-20, que hoy comienza en Londres, si sus participantes se empeñan en convertir en un encuentro puramente técnico y económico lo que debería ser el gran foro de discusión sobre la política mundial para las próximas décadas. Más aún, cuando incluso los grandes «enfrentamientos» puestos sobre la mesa no son más que falsos dilemas. No es tan importante si la Unión Europea hace hincapié en la necesidad de una mejor regulación del sistema financiero internacional, con nuevas y más exigentes medidas de transparencia, o si Estados Unidos presiona sobre la necesidad de abordar nuevos planes de estímulo que relancen el consumo; al fin y al cabo son cuestiones que no se enfrentan, sino que se complementan. No es tan importante, decimos, como si los líderes reunidos en la capital británica reconocen en esta crisis el síntoma del gran cambio geopolítico al que se enfrenta el mundo y al que no se le puede dar la espalda a base de frases hechas, promesas de tiempos mejores y declaraciones de buenas intenciones. Cualquier medida que se proponga, si de verdad se busca que sea eficaz, tropezará con la realidad. Baste, por ejemplo, con la intención declarada de convertir al Fondo Monetario Internacional en el gran impulsor de las economías medias, hoy en graves dificultades, como las iberoamericanas o las del Este de Europa. ¿Cómo se pretende que las grandes potencias emergentes, China, India o Brasil, se adhieran a un megaproyecto de financiación a través de un organismo en el que Estados Unidos tiene derecho de veto y Europa está sobrerrepresentada? Prueba, asimismo, de las incertidumbres del momento es que son varias las reuniones de carácter mundial o regional que vienen sucediéndose en un corto lapso de tiempo. A Londres le precede La Haya, con el problema de Asia Menor y Afganistán sobre la mesa; le seguirá, en Estrasburgo, la reunión del Consejo General de la OTAN y, en un plano menor, la conferencia Interamericana y el II Foro de la Alianza de Civilizaciones. Pero la memoria de pasadas crisis nos recuerda que foros y cumbres son inútiles si los principales implicados caen en el pánico y, en consecuencia, en la búsqueda de salidas «nacionales»; ese «sálvese quien pueda» que en la década de los 30 del pasado siglo nos llevó a la mayor conflagración mundial conocida. Porque sin que sea ocioso buscar a los culpables de la actual situación, condición indispensable para no recaer en los mismos errores, el riesgo de cuestionar, revisar si se quiere, los principios que nos han proporcionado el mayor nivel de desarrollo y bienestar que ha conocido el mundo son evidentes. Democracia, respeto a los derechos humanos y libertad de comercio deben mantenerse como prioridades, más aún cuando surgen dirigentes que, socapa de la crisis económica, pretenden certificar la muerte del sistema capitalista y volver a fórmulas de control estatal cuyos resultados se traducen en miseria y sufrimiento. El juego, sin embargo, tiene unas reglas, y éstas deben ser respetadas por todos. Y la primera de ellas es el reconocimiento de que el mundo está en transformación y sus relaciones de poder, también. No significa dar carta blanca a quienes pretenden posiciones de ventaja, pero sí aceptar que ya no serán EE UU y Europa los regidores del mundo. China, que será la primera potencia en 30 años; India, cuya población será la mayor del planeta, o Rusia, empeñada en recuperar su papel de superpotencia, tienen mucho que decir y, también, mucha responsabilidad que compartir.