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El perro en casa
Estos días muchas casas tienen nuevo inquilino: un cachorro que hará las delicias de los niños y de los grandes. Bueno será saber desde ya que, como todo ser vivo, hace cuatro cosas esenciales: comer, beber, mear y cagar. Además, suele emitir sonidos, gemir y ladrar, y siendo como es , un crío, suele morder, arañar y cometer todo tipo de travesuras. Pero hay más, no es una cosa. Siente y padece, se alegra y goza. Y otra más, depende por entero de nosotros. Para él, somos su manada y en ella ha de encontrar desde el primer momento su sitio. Será lo mejor para él y para todos. No hay nada que objetar por la creciente simpatía hacia los animales de la sociedad urbana. Ni el mejor trato que se les dispensa en la rural. Pasaron, por fortuna, aquellos tiempos crueles en que en un pueblo uno se agachaba y el perro salía, en un acto reflejo, corriendo, fingiéndose cojo y aullando. O sea, que se ponía la venda antes de la pedrada. Pero el maltrato continúa. La primera y más silenciosa -pero terrible- forma es el abandono. El cachorro crece y molesta cada vez más. Y entonces se le tira. Cientos de miles corren esa suerte. Sobre ellos se habla poco. Es más periodístico el cargar las tintas sobre casos terribles de animales cruelmente asesinados y si la canallada la comete un cazador, mejores titulares. Que hay que hacerlo, porque si alguien es más compañero de un perro que nadie es el cazador y sobra un caso para seguir denunciando la atrocidad. Como parte de ese colectivo, no entiendo práctica más repugnante, cobarde y repulsiva. Pero el abandono es el crimen masivo. La inmensa mayoría perece, atropellados, de pura inanición, o sacrificados en las perreras. Sólo unos pocos encuentran una segunda oportunidad.
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