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En el poder y en la oposición
Manuel Azaña, en mayo de 1934, reunió una serie de ensayos, discursos, textos –algunos inéditos y otros ya publicados en folletos o periódicos– con este título que he tomado en préstamo para esta nota. Aludía en su prólogo a que eran de los tres últimos años de su carrera política. Y proclamaba que los «tiempos de renovación y mudanza (¿cuál no lo ha sido?) pueden echar un doble engaño sobre la mente política: la ilusión de empezar, la esperanza de concluir». El primero de los discursos era el célebre sobre «La República y la autonomía de Cataluña», de septiembre de 1932. Y aún estamos en ello. Parece que el tema de la financiación de las diversas autonomías se cerrará desde el poder, pero no desde la diversa oposición. La abstención del PP es todo un símbolo. Por el contrario, el tan necesario «pacto social» no podrá sellarse. Tal vez, porque la oposición que apoya a la CEOE no deja de formar parte del de un partido que mantiene en sus siglas la O de obrero, como si los socialistas fueran más obreros que quienes optan por IU, por el PP o por cualquier otro partido español. El fracaso de la tan traída y llevada comisión patronal y sindical es una victoria, tal vez pírrica de la oposición, y una demostración de que, desde quien no gobierna, mientras mande, se logra hacer también política. Lo sabe muy bien el señor Rajoy, que anda ganando en las encuestas. Curiosamente, cuando Azaña reunió esta serie de textos el mundo occidental atravesaba también una gravísima crisis económica.La historia no se repite, pero las situaciones se encadenan. Y henos aquí con la que dicen que se va, que se va y vuelve. Y una política del siglo XXI que se rige por organizaciones y parámetros culturales e ideológicos de la anterior centuria. Las organizaciones sociales deberían alterar su fisonomía sin imaginar otra Arcadia feliz: «Familia, municipio y sindicato» que se pretendió inmutable. Si repasamos el libro de Azaña, que estrenaba República y Gobierno y que tenía que habérselas con la oposición, los argumentos de unos y otros nos llevan a establecer cierto paralelismo. Ello supone que seguimos moviéndonos, con variaciones, sobre parecidos parámetros: reaccionamos ante problemas semejantes con organismos y actuaciones anquilosadas. No es cosa de este país. El mundo se ha transformado, pero los poderes son parecidos, como las ideas religiosas, los problemas de clase, los raciales; es decir, todo aquello que nos habían propuesto cambiar hace algo más de tres cuartos de siglo. Las facultades del Gobierno son limitadas, como las de la oposición, trabados por leyes, más o menos felices, que permiten una convivencia casi civilizada. También Azaña hablaba de la solvencia del Estado español. Le permitió hasta sostener una guerra durante tres años. Evidentemente lo de ayer no es comparable a lo de hoy, pero el comportamiento del poder económico resulta parecido, como los del resto de fuerzas que ocupan el espectro de esta España que se pretende plural y autonómica, inscrita en la UE, con un pie en África y otro en Hispanoamérica, con interés por Asia y un diplomático ir tirando. Pero, ante la crisis, el mundo hubiera debido estar mejor preparado. ¿Faltan líderes o faltan ideas capaces de situarnos en el siglo XXI? ¿Seguiremos preocupados por la sopa de hoy sin decidirnos a mirar más lejos? No supimos hacerlo mejor ni en el poder ni en la oposición. Ni empezamos ni concluimos.
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