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Guerreros sin corazón: la cara oculta de los caballeros medievales

Guerreros sin corazón: la cara oculta de los caballeros medievales
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El acontecimiento más importante de la Tercera Cruzada fue el asedio de Acre, entre los años 1189 y 1191. La ciudad, que era el principal puerto del reino de Jerusalén, había sufrido inicialmente el asedio del rey Guido de Lusignan, pese a que éste hubiera prometido a Saladino que no habría de tomar las armas contra él si le dejaba en libertad. Durante el largo proceso de instalación del cerco, Saladino acampó con su ejército en las inmediaciones, incapaz de quitarse de encima a los cruzados o de romper las líneas del bloqueo. En tanto no llegaron -en abril y junio de 1191, respectivamente- el rey Felipe II de Francia y Ricardo Corazón de León, máximos adalides de la Tercera Cruzada, no pudo deshacerse el punto muerto. Los cristianos repelieron exitosamente los repetidos ataques que lanzó Saladino con sus tropas de campaña, y los defensores de Acre quedaron aislados. A mediados de julio, la sostenida acción de la artillería, unida a las operaciones de zapa, puso fin al cerco. Temerosos de caer víctimas del inminente asalto a la ciudad y ser pasados a espada, los integrantes de la guarnición llegaron a un acuerdo y se rindieron pensando que se les habría de perdonar la vida. Los cruzados decapitaron a 2.600 personas [...]. Los términos de la rendición de Acre en 1191 estipulaban que todos los habitantes de la ciudad serían perdonados a cambio de la devolución de 1.500 prisioneros, un jugosísimo rescate de 200.000 dinares, y la restitución de la Vera Cruz; quedó asimismo acordado que los detalles de menor entidad se determinarían posteriormente, mediante las oportunas negociaciones con Saladino [¿]. El sultán, acosado por las necesidades económicas provocadas por sus últimos años de campaña, hizo todo lo posible por atender rápidamente las condiciones marcadas; en cualquier caso, ofreció realizar una primera entrega de prisioneros, junto con la Vera Cruz y la mitad del dinero, el día 11 de agosto. Cuando llegó el día señalado, Saladino empezó a dar largas, e insistió en fijar el acuerdo sobre nuevas bases: pedía la libertad de todos los prisioneros musulmanes y además Ricardo debería aceptar quedar en posesión de un cierto número de rehenes en tanto no pudiera satisfacerse la totalidad del rescate; de no ser posible, Ricardo debería ofrecer rehenes a Saladino hasta que llegara el resto del dinero. La propuesta fue rechazada y entonces Saladino se negó a reconocer validez al pacto inicial [...]. Saladino puso deliberadamente en una situación difícil a Ricardo, y explotó las circunstancias a fin de obstaculizar el avance de la cruzada. Los cronistas de la época se expresan en los siguientes términos: «El rey Ricardo sabía con certeza y comprendía, sin albergar la menor duda, que en realidad lo único que intentaba Saladino era distraerle»; y el sultán «adoptó la costumbre de enviar dádivas y mensajeros al rey, ganando tiempo con astutas y engañosas palabras ... Lo que se proponía era tener al soberano esperando un largo período, valiéndose para ello de una multitud de sutilezas y ambigüedades». Sin víveres Las fuerzas de Ricardo estaban listas para avanzar hacia el sur; cuanto más tiempo permanecieran en Acre, tanto mayor plazo estarían concediendo a Saladino para preparar la expedición, y tanto más forzados se verían ellos mismos a consumir sus recursos. Dichos víveres habrían menguado aún más de haber tenido que seguir alimentando al conjunto de los prisioneros. Saladino había devastado la región que circundaba Acre, así que el suministro de provisiones era ya notablemente limitado. Tras haber obtenido una importantísima victoria en Acre, la moral de los cruzados era alta. Sin embargo, los estómagos vacíos amenazaban con agriar rápidamente el ánimo triunfal, especialmente si se veían obligados a compartir la comida con sus enemigos musulmanes [...]. Hay que tener en cuenta asimismo el muy real problema que planteaba la custodia de tan elevado número de cautivos. Ricardo necesitaba contar con la mayor cantidad posible de soldados para poder llevar a cabo la campaña: no podía permitirse el lujo de dejar tras de sí un importante contingente de hombres con el solo objeto de garantizar la vigilancia apropiada. Seguramente, los templarios debieron de referir a Ricardo alguno de los relatos que circulaban desde los tiempos de la Segunda Cruzada: en ellos se decía que se habían dado casos en que grandes grupos de presos habían arrollado a la guardia que los mantenía cautivos [...] Estas consideraciones tuvieron la entidad suficiente para que Ricardo renunciara a la enorme suma del rescate, cuyo valor menguaba de día en día debido al coste económico de alimentar y custodiar a los prisioneros, sin contar con el grave precio estratégico que suponía la pérdida del empuje inicial. Una de sus opciones era liberar a los prisioneros tras el pago de la mitad de la cantidad acordada -que seguía suponiendo una cifra significativa-. Sin embargo, como señala Gillingham, esto habría implicado perder la cara, ya que se habría juzgado que Saladino había logrado engatusarle. Ricardo lo había sopesado todo: no tomó una decisión apresurada, vengativa o dictada por un arrebato temperamental, como pretenden algunos historiadores en su afán de condenarle. De hecho, Ricardo había convocado una reunión a fin de debatir sobre el partido que convenía tomar: como nos dice el escritor Ambrosio, un versificador contemporáneo de los hechos, «se estudió el asunto en un consejo al que acudieron todos los grandes hombres. Se decidió matar a la mayoría de los sarracenos y conservar a los demás, a los de noble cuna, a fin de redimir de este modo a algunos de sus propios rehenes... Decidieron asimismo no seguir esperando y no perder más tiempo por ningún motivo, y que había que decapitar a los rehenes». Tras evaluar con frío cálculo el atolladero en el que se hallaba, y no habiendo sacado ninguna ventaja política ni económica de la situación, Ricardo tomó la decisión final basándose en las prioridades militares -la necesidad de seguir avanzando- y aprovechó la ocasión para acrecentar su primacía militar y enviar un mensaje de terror a la resistencia musulmana. Las ejecuciones -como es habitual en las escenificaciones de violencia del mundo medieval- se efectuaron «lo suficientemente cerca de los sarracenos como para que éstos pudieran apreciar bien lo que estaba ocurriendo». La demostración fue concebida para aterrorizar al enemigo y socavar su voluntad de oponerse al rey cruzado. Y lo cierto es que tuvo un considerable impacto. Los cronistas, tanto latinos como árabes, dan fe de que Saladino, temeroso de otro Acre, desalojó Ascalón -la primera ciudad a la que se dirigiría la campaña de los cruzados- y la destruyó: era consciente de que sería difícil que cualquier guarnición se aviniera a aguantar a pie firme sabiendo lo que les había ocurrido a sus camaradas tras defender Acre. Una tras otra, las ciudades fueron rindiéndose a Ricardo sin presentar batalla: si Saladino no había logrado salvar a los defensores de Acre, era poco probable que les salvara a ellos. Jacobo de Vitry, obispo de Acre entre los años 1216 y 1218, reconocía tranquilamente la obvia vertiente práctica de aquella matanza: «El rey de Inglaterra contribuyó grandemente a dañar y debilitar al enemigo al pasar a espada a muchos miles de ellos». Ricardo había hecho de la apremiante necesidad una perversa virtud. La lógica de la brutalidad La racionalización de semejante brutalidad resulta muy elocuente. Con todo, no debemos pasar por alto el elemental instinto humano de venganza, en especial en tiempos de guerra. El deseo de desquite puede ser una emoción irracional, pero circunstancias como las de Acre pueden emplearse para disfrazarla, embozada bajo el manto de la lógica. Desde luego, lo más frecuente era que los actos de venganza se realizaran con la meridiana intención de que fuesen vistos exactamente como tales, puesto que el hecho de renunciar al escarmiento sería considerado como un signo de debilidad. Al escribir al abate de Clairvaux para comunicarle su victoria, el tono de Ricardo es práctico y formal. De los prisioneros y del hecho de que Saladino hubiera aceptado los términos del pacto dice lo siguiente: «Pero el plazo expiró, y como el acuerdo al que había llegado Saladino quedaba así enteramente anulado, decidimos con toda propiedad dar muerte a los sarracenos que se hallaban bajo nuestra custodia -unos 2.600-». Se dejan en manos de los cronistas todos los análisis de la estrategia seguida, así como las explicaciones de fondo: tanto los escritores árabes como los latinos evocan la cuestión de la venganza [...] Los cruzados estaban deseosos de llevar a cabo esa clase de ejecuciones: «Los hombres de armas dieron de muy buena gana un paso adelante y cumplieron sin dilación sus órdenes». Lo hicieron con ánimo alegre y con la aquiescencia de la divina gracia a fin de vengar las muertes de los cristianos caídos a consecuencia de las flechas que les habían lanzado los turcos con sus arcos y ballestas». [...] El ciclo de la violencia Acre muestra con qué facilidad podía perpetuarse el ciclo de la venganza violenta. De hecho, durante un cierto tiempo después de lo sucedido en Acre, Saladino adoptó la costumbre de dar muerte a los prisioneros, llegando incluso a permitir que alguno de ellos fuese despedazado a fin de saciar la sed de represalia de sus soldados. El hecho de que ni una ni otra matanza perjudicaran grandemente la reputación de caballeros de que disfrutaban Ricardo y Saladino revela cuáles eran las prioridades de los autores de la época. Cuando el éxito militar acompañaba, eran muchas las cosas que se pasaban por alto: después de Hattin, Saladino prosiguió los combates hasta apoderarse de Jerusalén; tras la batalla de Acre, Ricardo recuperó zonas y territorios de enorme importancia, lo cual contribuyó a que la existencia del reino latino en Tierra Santa se prolongara por espacio de otro siglo. Incluso en el caso de que tras las masacres se hubiesen cosechado derrotas habrían sido pocas las voces discrepantes. Eran cosas de la guerra, y así se aceptaba. La amistad entre Ricardo y Saladino se hizo aún más fuerte tras lo ocurrido en Acre.