Conciertos
La canción
Los roqueros se peinan peor, pero no pregonan, como las folclóricas, que se están muriendo un rato por la mañana y otro por la noche. Un adiós a la francesa, la última noche en el Chelsea Hotel, una sobredosis de malos hábitos saludables y alguien siente la obligada necesidad de pinchar «una canción de todos» en mitad de un lugar inhóspito para la emoción: en el cierre de un telediario con la mesa puesta. «La chica de ayer», réquiem nocturno para una existencia enganchada a la interminable resaca de su adolescencia. Antonio Vega Tarrés, medio siglo muerto a la tardía edad de diecisiete, cuando se está obligado a creer, a pies juntillas, en la quimera del rock, en los sueños indefinidos, en los planes infinitos, en la ingravidez de las drogas, en la posibilidad de aprender inglés, en el poder de las canciones de tres acordes, en el «yo no soy como los demás», en el amor a primera vista y, más aún, en el espejismo del primer amor. Los que sienten esta tristeza colectivizadora, generacional, y tan pública como la emoción deportiva, lloran por el muchacho linchado durante tres décadas por el yonki lírico y reincidente (harto, oiga, estaba el compositor de la etiqueta de «chico triste y solitario»). Pero lloran, y quizá más calladamente, porque se les han fugado de los elepés castigados en el trastero los días de aquellas canciones. Cientos de días ochenteros que, a jueves 14 de mayo de 2009, comparten con Antonio Vega un inexorable y común certificado de defunción y la llama del candil en el que se consumen y paladean los recuerdos. La capilla ardiente de Antonio Vega, bajo la advocación de tres guitarras eléctricas: «Me quedé sentado esperando la llegada de la suerte, no podía tardar».
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