País Vasco
Los crímenes que trajo la cocaína
ESTAR DROGADO multiplica las posibilidades de violencia, y eso, en los tiempos que corren, debería estar penado
En el mundo de la delincuencia, la cocaína convierte a los criminales en peleles incansables que pueden conducir hasta el hartazgo, pelear por cualquier cosa o hacer uso de su arma de fuego. Uno de esos típicos crímenes causados por esta droga, según lo que han contado hasta ahora los testigos, fue la muerte en Madrid del dominicano Luis Carlos Polanco, de 22 años, presuntamente a manos del vigilante José Luis Trejo. Al parecer, el agresor iba buscando mercancía y le preguntó: «¿Vendes coca?». «Yo no vendo nada», fue lo último que dijo la víctima. La cocaína predispone a la acción, disminuye el efecto del alcohol y permite sentirse invulnerable, ligero, rápido de reflejos, aunque en realidad el consumidor sea sólo un zombi paranoico. Por la cocaína se producen accidentes cardiovasculares, infartos del corazón e infartos cerebrales, así como colisiones de tráfico que no son identificadas como tales. No en vano, España es la primera potencia en consumo de esta «droga de los héroes», aunque ha llegado el momento en el que dada su frecuencia y cantidad hay que juzgar los más extraños comportamientos a la luz del consumo de esta sustancia. Trastorno por consumo El pasado 20 de marzo, en la calle Topete de Madrid, José Luis Trejo, presunto autor del homicidio de Luis, reaccionó como un supuesto adicto a «la nieve»: con un impulso fruto de sus necesidades y obsesiones. Luis era un emigrante dominicano y José Luis un vigilante que quería trabajar en el País Vasco. En su vida personal, tras su divorcio, al parecer se observó un gran cambio de personalidad y empezó a frecuentar la compañía de los «camellos» de droga. Se supone que empezó ahí su posible adicción, aunque su defensa va a por todas, adjudicándole, no una posibilidad de trastorno por consumo, sino una enfermedad mental de las más graves. Con su aprobado para trabajar de escolta, tramitó el permiso en el tiro olímpico, lo que le hizo agenciarse una pistola Glock. A la vez, comenzaba sus tareas como empleado en la seguridad del Metro. Sus amigos recuerdan ahora que el mayor de sus sufrimientos, después de la muerte de su padre y del accidente mortal de uno de sus hermanos, en un golpe con la moto en 2008, era la falta de dinero para llegar a fin de mes. Su fijación con el destino del País Vasco podría ser probablemente porque allí cobraría bastante más por el mismo oficio. Como un «poli» de película El funesto 20 de marzo, José Luis salió a la calle con la «pipa» Glock al cinto, como un «poli» de película o un malo de opereta. Se recorrió la calle Topete de un lado para otro, errático y fuera de control. Allí se cruzó con «Luisito», a quien no conocía. El dominicano había llegado a España cuando tenía 11 años acogiéndose a la cláusula de reunificación familiar. Últimamente trabajaba en el sector de la construcción, aunque en el momento de su muerte se encontraba en paro. Su familia niega que en algún momento vendiera ningún tipo de sustancia prohibida. Compartía su vida con su novia, que estaba embarazada de una niña que nacerá este mismo mes de abril. Da igual su situación, el desconocido le siguió cuando iba a jugar al billar a un antro del Pequeño Caribe. Supuestamente se le acercó por detrás y le descerrajó dos tiros en la nuca. Si se probara que el agresor estaba bajo los efectos de la droga, quizá tendría derecho a un atenuante, cosa increíble, puesto que si hubiera matado a «Luisito» con su coche, en las mismas circunstancias, entonces sería un agravante. El drogadicto que mata porque no puede dominar su ansia de droga debería entrar en un nuevo registro: el del maleante social que se degrada hasta ser peligroso. Estar drogado multiplica las posibilidades de violencia, y eso ha de estar penado. Matar ciego de coca debería tener doble pena.
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