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La Razón
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Me resistí durante mucho tiempo a la utilización del ordenador y permanecí fiel a la mecanografía hasta que alguien decidió confiscar mi máquina de escribir. Descubrí luego que el ordenador permitía un tecleo más rápido y facilitaba las correcciones sin necesidad de ensuciar el texto. Aunque no hace tantos años de aquello, tengo la sensación de llevar toda la vida sentado frente a la pantalla del ordenador y la verdad es que, si me viese en la necesidad de volver a la vieja máquina de escribir, lo consideraría un tormento insoportable, casi una tortura. Recuerdo haber sentido algo parecido cuando la implantación de la mecanografía me alejó de la escritura manual con la que pretendía sobrevivir en la redacción de mi primer periódico. Fue inevitable que se resintiese mi estilo al verme obligado a una velocidad que jamás habría alcanzado con aquella elegante y vieja estilográfica con la que todas las mujeres que describían me salían con pamela y manga larga, como si en vez de narrarlas las arropase, de modo que la literatura constituía en mi caso una variante provinciana de la alta costura. Sufrí por aquella causa un bache narrativo del que salí al cabo de algunos meses con un estilo más ágil que me permitió describir a las bañistas de Arousa sin reparar en sus albornoces, con las frases más cortas y expresivas que me inspiraba el ritmo de aquella mecanografía periodística en la que las mujeres resultaba elegantes aunque solo llevasen anudado en el talle el tafetán de una tachadura.
La tecnología ha producido en la literatura más cambios que muchas ideas, probablemente porque le ha permitido a la mano una velocidad cada vez más cercana a la del cerebro, de modo que a veces uno se queda mirando sus propios dedos como si esperase de ellos alguna sugerencia antes de continuar, como quien mira una hoguera con las llamas de hielo.