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La Razón
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Dicen que la industria del automóvil está en crisis y que no hay cristiano que compre un coche, mientras los chapistas se hacen de oro falso maqueando viejas carrocerías entre últimos suspiros, como achacosas ventosidades del tubo de escape, camino de una España pedestre con todos de patas en la calle.Ahora toca apear de sus gloriosos bugas a los políticos con tendencia al atropello, y alguno dirá: «Recórcholis, si uno ya no puede fanfarronear en un yate o fardar de haiga, ¿para qué meterse en esto? ¿Acaso para dedicarse al servicio público?» Y es que a un preboste lo pones de peatón y le acaba cantando el traje de Milano con la etiqueta inflada. Ya sabemos que aquí el triunfo equivale a motorizarse a toda rueda con una tracción de cuantos más caballos más chachi, sin que el escolta sirva como aquellos esclavos que llevaban los césares en su cuádriga haciéndoles recordar su condicion humana, que suele trastocarse cuando la dirección de la cosa pública se confunde con agarrar el volante. Ahí queda el análisis sociológico que impulsa a un torero cuando gana cuatro perras a agenciarse un Mercedes, a un futbolista a darle patadas al acelerador de un Porsche como quien pega a un balón y al político a tunearse el Audi como para hacer carreras clandestinas.Como David NivenAhora toca mandar al desgüace de la soberbia al Jaguar del señor Sepúlveda y da lástima, porque el Jaguar es una obra de arte para caballeros con una clase de la que carecen la mayoría de nuestros mandamases. Es el vehículo de un lord dinámico, de un «gentleman» como David Niven o de una dama superlativa. Lina Morgan tiene uno y desprende más estilo moviendo una pierna a la virulé que cualquier alcalde mangón. Es como pensar que uno de nuestros espías cutres puede conducir un Aston Martin como James Bond. Aunque a este paso me veo poniendo de moda entre los políticos el viaje en furgón celular.