Galicia
Playa verde
No hice nada por merecerlo y soy sin embargo un hombre afortunado. Vivo a las afueras de la eterna Compostela y puedo llegar al mar en media hora sentado con desgana y cuesta abajo, con un cigarrillo en los labios, al volante de un coche en punto muerto. Lo hago con frecuencia y a veces me desvió conduciendo a boleo por las carreteras secundarias, a sabiendas de lo difícil que en Galicia es perder de vista la belleza. De niño iba con tía Pepita a sus partos entre las vides de Cambados y de regreso a casa ella le pedía al taxista que orillase hasta detener el coche en la hierba porque me conocía bien y sabía que me moriría de pena si no bajase la ventanilla para aplaudirle al paisaje. Apetece asomar en el coche a los sitios que están en las postales, pero en Galicia todavía hay lugares recogidos, serenos parajes como de incógnito a los que mismo parece que ni siquiera sepa llegar con niebla la maleza. Una tarde dejé ir el coche triscando por caminos de tierra y desemboqué en una playa con la mitad del arenal cubierta de musgo. Me senté a fumar y esperé el anochecer con la espalda iluminada por las luces del coche. Estaba seguro de que jamás volvería a dar con aquella playa, tan seguro como estaba de que incluso el mar de aquel día daría muchas vueltas antes de acertar otra vez con el sitio. Entonces llegó hasta mis pies el sonajero de la marea, volví al coche, me senté al volante y anoté en un papel las treinta palabras que el día de mañana podrían servirme para acabar esta columna: «Había una playa verde entre la maleza y el agua. Dudo que sepa volver. No importa. A los sitios verdaderamente hermosos es más agradable llegar cuando no se sabe ir».
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