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Qué pasa con Bolonia

Bolonia es una buena oportunidad para reflexionar sobre el sentido de la enseñanza universitaria, para tratar de entender por qué gastamos tanto dinero en educación y por qué cada vez salen peor preparados nuestros estudiantes

¿Qué pasa con Bolonia?
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Sorprendida por la virulencia de las manifestaciones estudiantiles y la violencia de las cargas policiales –como la del pasado 13 de marzo en la Universidad de Barcelona, que le ha costado el cargo al director general de los Mossos d'Esquadra–, la opinión pública se pregunta: ¿qué pasa con Bolonia? Como catedrático de Universidad la gente me pregunta constantemente si Bolonia me parece bien o mal. Y la verdad es que no sé qué contestar. Porque el asunto tiene varias lecturas. Algunas positivas. Otras claramente negativas. La idea de un Espacio Europeo de Educación Superior es de entrada altamente positiva. Europa no debería limitarse a ser un «mercado común» sino un lugar de intercambio intelectual y cultural. Como lo era en la etapa de las universidades medievales, llenas de estudiantes procedentes de toda Europa. El Programa Erasmus fue un primer paso importante. Pero hoy afecta a menos del 10% de los estudiantes europeos. Hay que ir más allá. Y para eso es más que conveniente homogeneizar los títulos universitarios en los países de la Unión. Para que cualquier europeo pueda iniciar sus estudios universitarios en su país, los continúe en otro y pueda acabarlos en un tercero. En este aspecto los universitarios de hoy tienen muchísima más suerte que los de mi generación. Otro aspecto positivo es el metodológico. Bolonia apunta a una enseñanza más participativa, en la que el alumno forme parte del proceso de aprendizaje. Eso es también a priori un acierto, porque el trabajo semanal y el control continuo son las mejores garantías de la asimilación de los conocimientos y técnicas a las que da acceso la educación superior. Otra cuestión es cómo conseguirlo. Ya que ofrecer al alumno clases individualizadas de método socrático, con controles permanentes, detrae necesariamente al profesor universitario de la investigación, que constituye hoy por hoy su único cauce de promoción. Frente a los aspectos positivos descritos hay que subrayar otros muy negativos. Primero el concebir la Universidad como una escuela de formación profesional y no como un espacio para crecer intelectual y culturalmente. Ese camino es muy peligroso porque conduce inexorablemente a formar mentes estrechas que piensan a corto plazo, no prevén y no se adaptan. Es el motivo por el que las Escuelas de negocio más prestigiosas del mundo están metiendo a toda prisa en sus curricula cursos de Humanidades. Para evitar «deformar» a esos ejecutivos multimillonarios que han precipitado al mundo en una crisis económica sin precedentes. Recordemos que en Estados Unidos no se pasa del colegio a la formación profesional. Es preciso hacer previamente cuatro años generales de Universidad –el College–, antes de estudiar Derecho, Medicina o Ingeniería. El otro aspecto muy negativo de Bolonia es la mercantilización de la Universidad. El profesor se valora en función del dinero que trae a la universidad. La universidad se convierte en una empresa. Lo cual es positivo, como mucho, en las Facultades de Administración de Empresas, pero muy negativo en prácticamente todas las demás. Un buen profesor universitario a tiempo completo necesita diez años para formarse. Hoy tarda mucho más, porque debe dedicar la mayor parte de su tiempo a gestionar proyectos de investigación en los que el 80% de sus energías las emplea en tareas burocráticas. Pero tiene que pasar por el aro porque si no las Agencias nacionales de evaluación no acreditan. Para ser catedrático ya no hay que saber sino ser un consumado burócrata. Nuestra universidad española actual no es la mejor de las universidades. Se masificó tras la Ley de Educación de Villar Palasí de 1970, al rebufo de las reformas que introdujo en la educación europea Mayo del 68. Todo el mundo tenía que estudiar, aunque no valiese para ello. De ahí que se pueda pasar de curso con cuatro suspensos. Que en una clase universitaria de primer curso, de 300 sólo se lo tomen en serio 50. Que de 100 alumnos que empiezan la carrera de Derecho solo acaben 25. Si Bolonia acaba con este desperdicio, bienvenida sea. El Proceso de Bolonia no es necesariamente negativo. Depende de cómo se aplique. Lo malo en España es que se está desarrollando –por PP y PSOE– tarde y de manera improvisada. Una lástima, porque Bolonia es una buena oportunidad para poner las cosas en su sitio, para reflexionar sobre el sentido de la enseñanza universitaria, o de la educación a secas. Para tratar de entender ¿por qué gastamos tanto dinero en educación y por qué cada vez salen peor preparados nuestros estudiantes? Para lograr, al fin, que cada año salgan de nuestras aulas universitarias alumnos convertidos en personas pensantes, que se interroguen críticamente sobre su vida, sobre su futuro y sobre el mundo que les rodea. Que les interese aprender y empiecen a tener opinión propia sobre todo, que no sean sólo un «caparazón», como diría Ortega en su «Rebelión de las masas». Libro, por cierto, de rabiosa actualidad.

* Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos