Iglesia Católica
Signos de esperanza
Algunos, refiriéndose a la Iglesia, hablan de ella como si fuese algo para lo que no cabe futuro. Aunque es verdad que vive tiempos recios, pienso todo lo contrario. En ella misma está el futuro. Hay una certeza plena de la que vive: Jesucristo «no se ha bajado nunca de la barca de la Iglesia», ni la ha dejado y con ella a sus discípulos en la soledad de tenérselas que ver solos con un mar proceloso, bravío y amenazante. Una y mil veces siguen resonando ante nosotros las palabras de Jesús que amaina los vientos adversos y calma las tempestades que de vez en cuando la azotan. Él, como en el mar de Galilea, viene sobre las aguas de las olas que rompen contra la Iglesia y la humanidad, a la que ha amado y por la que se ha entregado sin reserva. La Iglesia vive de la mayor de las certezas que es su promesa: «¡Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo!». Es la certeza de su presencia lo que la anima. Es la hora de la fe y de la esperanza que no defrauda. Esta hora es la hora de Dios, en la que se escucha la misma bienaventuranza que la Santísima Virgen María, escuchó de su prima Isabel: «¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!». Son cuantiosos los signos de que Dios actúa, está presente en la Iglesia y la conduce. Podríamos citar muchos, sin duda: del gran signo de los tiempos modernos que es el Concilio Vaticano II, que sigue vivo con toda su fuerza y capacidad de aliento y de vida, al valiosísimo testimonio de los últimos Papas, con esa autoridad moral y luz en el camino que representan: hay toda una gama inmensa de realidades y hechos de Iglesia que muestran a Dios presente en ella. Por no ir más lejos me remito a cuatro hechos aparentemente sencillos y sin alardes, pero de gran calado para el futuro: el clamor cada día más fuerte en favor de la vida, el crecimiento imparable de la adoración eucarística, la convocatoria del Papa y la apertura del año sacerdotal que va a significar mucho para el mundo, porque sin sacerdotes santos no cabe esperanza ni futuro para los hombres, por cuanto ellos traen a Jesucristo, salvador y esperanza de los hombres de hoy, y, en cuatro lugar, la renovación de la consagración al Sagrado Corazón de Jesús el domingo en el Cerro de los Ángeles, en Getafe, y la vigilia de adoración que la precedió la noche anterior seguida por miles de jóvenes. Cuatro hechos, cuyo alcance y trascendencia veremos a no mucho tardar. Pero es que, además, tenemos también a esa muchedumbre de gentes buenas y fieles, cristianas de verdad, de nuestros pueblos y ciudades, que viven su fe con autenticidad y silenciosamente, con raíces muy profundas en su existencia, que esperan en Dios por encima de todo, que rezan y enseñan a rezar. Los jóvenes son un grandísimo signo de esperanza, un aliento grande para todos, son centinela de una mañana y de un alborear de un mundo nuevo. Son ellos, los que calladamente, sin hacer ruido a veces, están llevando en el fondo a la Iglesia, y son garantía de frutos y fecundidad, como la semilla que cae en tierra y se consume en ella. ¿Cómo vamos a estar desesperanzados, si es inmensa la obra que Dios está llevando a cabo en medio nuestro, aunque las apariencias o realidades emergentes y poderosas puedan hacernos pensar otra cosa? Esas aparentes pequeñas realidades son el fruto del pequeño grano de mostaza donde crecerá la planta en que aniden las aves, como en la parábola del Evangelio. En todo ese sustrato más fuerte de lo que creemos –porque es la fuerza misma de Dios que ahí actúa–, es donde tenemos que apoyarnos.
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